En mi pueblo, por las mañanas, el pan se compraba en el 'Sevillano’, que vivió y murió hasta su jubilación por y para su tienda –y que además nos regalaba unos vasos de Coca-Cola que alternaban colores–. En mi pueblo, los trabajadores pasaban 40 años yendo a la fábrica –incluso con turnos– y los churros se compraban en el ‘Bomba’, que ahí sigue. En mi pueblo, el frutero lo era para toda la vida, el electricista siempre era el mismo y el que arreglaba la caldera era un vecino amigo de mis padres. Ninguno regentó otro trabajo. Todos se pasaron la vida calcando movimientos. Y eran felices. En mi pueblo y, obviamente, también en los otros. “¡La estabilidad está infravalorada!”, me decía un compañero de facultad el otro día. Y quizás llevase razón.
El mundo ha cambiado. Nacimos y crecimos, posiblemente, en un planeta más aburrido. Nuestros padres trabajaban siempre en la misma empresa, Ferguson era el ‘Sevillano’ del Manchester United y Wenger era el electricista perenne del Arsenal. Uno sabía que estos tipos iban a estar ahí, que no iban a desaparecer de un día para otro. Cada fin de semana, comparecían. Eran los Ana Blanco del Telediario de Televisión Española en versión futbolística. Poseían, de alguna manera, la fórmula de la inmortalidad. Y nos engañaron a todos. Sí, lo hicieron. Sin saberlo, nos crearon falsas ilusiones. Nos hicieron pensar que aquello era para toda la vida. O, mejor dicho, que algo podía durar para siempre –incluso el amor–. Hasta que todo, durante la crisis –y no necesariamente en el mismo orden–, dio un vuelco.
Y pensarán ustedes, ¿qué tiene que ver todo esto con Simeone? Mucho más de lo que piensan. En un mundo con tendencia a la urgencia, al cambio de pareja fácil –basta con pasar caritas en Tinder–. En un continente donde la movilidad geográfica y laboral se aplaude (“Los jóvenes se tienen que acostumbrar a no tener un trabajo para toda la vida”, llegó a decir Mario Monti, exprimer ministro italiano). En este siglo y en este instante, encontrar un Cholo se antoja complicado, máxime en un entorno como el futbolístico, donde el fichaje rápido –y, a ser posible, ostentoso–, es necesario para generar ilusión. En ese contexto, es raro que alguien permanezca durante seis temporadas y media entrenando al mismo club de fútbol.
Por eso, quizás, a veces la tendencia es tildar al Atlético de aburrido y a su fútbol de soporífero. Y, sin embargo, bendito sea para el aficionado. Esa estabilidad, resumida en partidos rutinarios –y, por qué no decirlo, en ocasiones, de siesta–, es el mejor tesoro que tiene el club. Un mismo entrenador, una forma reconocible de juego, “una manera de trabajar que da resultados” –como gusta de reconocer Gabi– y “unos jugadores que lo dan todo por su camiseta” –palabra de Torres–. Esa realidad, posiblemente, no sea divertida, pero es eficaz. ¿La prueba? Los siete títulos conseguidos en la última década por el cuadro colchonero.
Con esto, quizás, esté todo dicho. La estabilidad, a veces, da sus frutos. No es divertida, no. Es, para los que gustan de la urgencia, un castigo. Qué van a hacer sin mover sus piezas los Abramovich o los Al-Khelaifi de turno. ¿Cómo pueden atraer a las masas con las mismas caras en el banquillo o sobre el césped? Con éxitos -o felicidad-, mirando los ejemplos caducos del pasado (Ferguson o Wenger) y los del presente (Simeone). Hasta las empresas de nuestros padres. Todas -o la mayoría- siguen en pie; todas funcionan. Y el Atlético, definitivamente, es una de aquellas. Es un oasis en pleno siglo XXI. Como resumía Gabi: “El lugar donde muchos estén dispuestos a venir y el resto se quieran quedar”… A ser posible, con el pan del 'Sevillano' debajo del brazo cada día. ¿Incluso Griezmann? Ya veremos.