En 1447 en un cerro próximo a la Ría de Bilbao había una vieja ermita que veneraba al Santo Mamés. Sobre aquella ermita se construyó un convento a los padres franciscanos y posteriormente un asilo con el mismo nombre. En 1913, casi veinte años después de que los trabajadores ingleses afincados en Vizcaya trajeran el football al País Vasco, se inauguraba en unos terrenos contiguos el emblemático estadio de San Mamés.
Para seguir con la tradición, aquel mártir sufridor, terco y combativo, de quien se decía que había amansado a los leones antes de morir, puso su nombre al estadio. Este ancestral origen religioso hizo que para muchos, San Mamés fuera conocido como "La Catedral". Sin quererlo, el sacrificio, el culto y el carácter irían para siempre tatuados en el escudo de sus jugadores.
Podríamos contar con los dedos de una mano esos clubes míticos cuya filosofía sobrepasa los límites del fútbol, pasando de ser un equipo con sus pros y sus contras a ser casi una religión, un modo de vida, para sus aficionados.
Clubes saneados, de cantera, fieles a un estilo con el que son capaces de morir antes que claudicar ante el auge del marketing de los tiempos, clubes cuyos aficionados llevan el pecho henchido de orgullo y aprietan en el campo como pocos, abrumando al rival cada vez que visita su casa. El Athletic de Bilbao es uno de ellos.
El Real Madrid saltó al campo mirando extrañado a las gradas. Acostumbrado a la histórica inquina de sus aficionados, el silencio, más que nunca, era casi ensordecedor. San Mamés era una jaula de leones con bozales.
En el verde pasó lo de siempre: partido intenso y trabado. Sin Toni Kroos de mano, el Madrid tiene mucho menos la pelota. Militao se puso el traje de bombero de Varane para apagar las fugas de agua y Courtois sigue con el reloj parado en su portería. Benzema es menos Benzema sin Hazard y además bailar con Íñigo Martínez no ayuda mucho.
Al otro lado del cuadrilátero, un equipo de amigos de Astérix y Obélix que viven sumidos en un estado de intensidad envidiable. Iñaki Williams, Iker Muniain y Raúl García van con todo siempre. Así fue el combate. Duro.
Quizá se hubiera tenido que decidir a los puntos pero ocurre últimamente que a partir del minuto setenta, los partidos del Madrid entran en una fase decisiva en la que los blancos se saben con más fondo de armario que sus rivales y meten una marcha más. Tanto va el cántaro a la fuente que acaba por romperse.
Ramos se encontró de nuevo frente a sus once metros favoritos y sus dos pequeños saltos de pulga atómica. Microinfartos en el respetable y los porteros que empiezan a probar nuevos trucos para desconcentrar al lanzador. Esta vez sin éxito. Lanzamiento perfecto. Veinte penaltis seguidos lleva el camero. No es broma.
No hubo tiempo para más. Tres puntos de oro para un equipo defensivamente sólido, quién lo diría hace unos meses.