En tiempo de aprobación por el gobierno de dos leyes de última generación, España se estrelló contra dos leyes tan antiguas como el fútbol: no importa lo bien qué juegues si no aciertas con el gol; Italia siempre vuelve a sus raíces para ganar. La selección fue superior en la primera parte, mucho mejor en la segunda, y dejó patente una carencia: lanzar penaltis no es lo nuestro.
En la lucha por la posesión del balón y el dominio del partido, Luis Enrique maniobró con astucia para insertar delanteros simulados en la media. Tras unos minutos de balbuceo, nuestra trama táctica dejó patente que el balón sería español en la mayor parte del encuentro.
No obstante, Roberto Mancini tenía la mosca tras la oreja. La declaración del día anterior al encuentro - "no vamos a convertirnos en España así como así"- reconocía una inferioridad previa, el testimonio de lo que pretenden ser y todavía no han conseguido. En la frase latía, asimismo, la renuncia implícita a la nueva Italia de diseño moderno y elegante, junto a la posible vuelta de la Italia clásica del catenaccio y contraataque.
Y en eso se convirtió pronto el partido. Un pulso entre el ya clásico juego español, con jugadores que pasan y se mueven en busca del pase entre líneas, con enorme habilidad para colar el balón en espacios reducidos; y el italiano, de espíritu similar, presionante en la salida del cuero, quizás con un despliegue más rápido, porque más veloces son sus jugadores. Y con una característica común: la falta de precisión en los metros finales.
España dominó a Italia por fases. En la primera parte tomó el campo de batalla; en la segunda, lo dominó a capricho para generar más ocasiones, en especial con la salida de Morata. Cada entrenador tiene su librillo y el de Luis Enrique prohíbe la fijeza de la alineación. Juega según le convenga por circunstancias personales -estado físico, anímico- y porque cada partido exige un plan diferente.
Sin embargo, a pesar de estar contra las cuerdas, la selección transalpina se revolvía veloz y fugaz, amenazante. El gol de Chiesa confirmó los temores y la tendencia del partido, convertido desde entonces en un cerrojazo ítalo y en un dominio español sin respiro.
España parecía la de Xavi, Iniesta y Casillas. Italia, la de siempre: la de Riva, Mazzola y Rivera; la de Tardelli, Conti y Rossi; la de Baressi, Maldini y Baggio; la de Cannavaro, Gattuso y Totti. El duelo se convertía en histórico, en una lucha entre el pasado y el presente, entre los recuerdos que modelamos y la realidad que no podemos eludir.
Los de Luis Enrique se agigantaron en la última fase del partido y en la primera parte de la prórroga. Batalladores hasta la extenuación, persistentes en su exquisitez, profundos por momentos, tanto esfuerzo conmovedor se desbarataba al rematar. El talón de Aquiles se mostraba de nuevo: la escasa capacidad de rematar una gran obra.
El mejor partido de España tuvo la peor recompensa. La fortuna que tuvimos frente a Suiza, cuando nos dominaban y se quedaron absurdamente en minoría, compensó su regalo. Fallábamos por poco. Perdimos casi todo. Nos queda una Eurocopa con un equipo esperanzador, joven, en el que hemos alternado el buen juego con los despistes, el dominio con la productividad extraviada. Y las emociones de unos partidos vibrantes que permanecerán con nosotros hasta siempre. ¡Ay, aquella Eurocopa de 2021!