Vamos a empezar diciendo algo tan impopular que puede acabar, tal y como reclaman algunos lectores de EL ESPAÑOL, con mis huesos fuera de la nómina de colaboradores de este periódico: el Madrid ya estaba clasificado antes de que Sergio Ramos rematase el primero de los dos saques de esquina que convirtió en gol.
Perdón. Se me ha escapado. Y la carne es tan débil que voy a abundar en este tremendo desliz de incorrección política: si el partido hubiese finalizado con el marcador que había un segundo antes del primer gol de Ramos, el Madrid se habría clasificado exactamente igual. Y si el partido hubiese finalizado con el marcador que había un instante antes de que el de Camas marcase con ayuda de Mertens el segundo, el Madrid estaría en cuartos también. Eso si avanzamos, pero la cosa no cambia en demasía si retrocedemos: el Madrid ha estado clasificado durante 131 de los 180 minutos que ha durado esta ronda. Son los minutos que van desde el 2-1 de Kroos en el Bernabéu hasta que Çakir señaló el final de la eliminatoria en Nápoles.
Qué feo está todo esto que estoy escribiendo. La ciencia, la matemática, no es bonita. No se inventó para serlo. Es mucho mejor para la historia de la épica madridista (y mira que soy un admirador de la misma) concluir que Sergio Ramos volvió a rescatar al Madrid, pero lo malo es que se trata de una visión tan favorable a la épica del madridismo como lo es para el proceloso mundo anti, encantado ante la perspectiva de consagrar el paradigma según el cual Sergio Ramos volvió a salvar del desastre al club de Concha Espina.
Lo cierto es que el Madrid estaba salvado ya. Sergio afianzó esa salvación con sus goles, eso es todo. ¿Se tambaleaba esa salvación por culpa de la zozobra que cundía entre equipo y afición a resultas de una pésima primera parte? Sí, pero también pudo dejar de tambalearse mucho antes, cuando Cristiano mandó al palo ese balón tras regatear a Reina. Hasta tal punto es el Churu un héroe eterno del madridismo que su aura no va a dejar de brillar por la frialdad de este razonamiento insoslayable: el artífice de la clasificación es todo el equipo merced a un partido de ida absolutamente memorable, 90 minutos de exhibición apabullante que debieron traducirse en un guarismo de escándalo. Sergio fue el protagonista del partido de vuelta. El protagonista de la eliminatoria completa fue el Real Madrid, y al frente del equipo su entrenador, Zinedine Zidane.
Zidane tiene problemas, sí. Como usted y como yo. Las mejores actuaciones de su escuadra en lo que va de temporada han coincidido con la ausencia de una o dos de sus tres máximas estrellas ofensivas, pese a lo cual volvió a apostar por ellos. Pudo salirle mal pero le salió bien, dando pie así en la opinión pública a una de esas amalgamas de frustración, cólera y pasmo para las que el diccionario de la RAE ha desistido ya de inventar nombres. Probablemente tomó nota de que casi le sale mal. Probablemente cambiará de opinión o probablemente no. Probablemente se obcecará en su política, volverá a sacar lo mejor de esos tres fenómenos y ganará la Duodécima en medio de los aullidos de exasperación de los adoradores del antibbcerro de oro. O quizá termine por hacerles caso y pierda Liga y Copa para cosechar sus exabruptos.
-Pero, ¿a quién se le ocurre prescindir de la BBC?
Zinedine Zidane es el principal hacedor de la clasificación del Real Madrid para cuartos porque ha invertido el suficiente esfuerzo y talento en este equipo como para que sus posibles errores -como esta terquedad que le achacan, no descartable- no desemboquen en fracasos deportivos ni en situaciones insostenibles dentro de un grupo humano. Un jefe de verdad se caracteriza porque puede tomar decisiones (erradas o no) con la suficiente autoridad moral como para que el tinglado no se le desmorone.
Y, para rabia sarnosa de tantos y tantos, lo cierto es que ni se le desmorona ni tiene ninguna pinta de hacerlo. Marcelo declaró al final del partido que la polémica de la BBC le entra por un oído y le sale por el otro. Casemiro defendió a sus tres compañeros ante la prensa. ¿Por qué? Porque confían -ellos y todos los demás, los que juegan mucho y los que juegan poco- en la capacidad de su jefe para marcar el rumbo, incluso aunque no compartan el corto plazo. La frialdad de los datos vuelve a imponerse frente a ligas de las sensaciones y lumbreras del concepto: Champions, Supercopa, Mundial, liderato, cuartos. “La sonrisa de Zidane no gana partidos”, se atrevió a titular un odiador nada más truncarse el récord de victorias consecutivas en Liga en el haber del francés. Tiene toda la razón. No los gana su sonrisa. Los gana él.
Los gana por lo que hemos indicado y por muchas cosas más. En cuatro décadas de observador absolutamente parcial del Madrid no había visto a ningún técnico tomar tan en serio todo lo que puede pasar en el área cuando el balón está quieto antes de dirigirse a ella. Los dos goles de Ramos son de Ramos, que es un titán legendario, sí, pero son también de Zidane en la misma medida que los goles de Godín han suscitado la apertura de suscripciones para sufragar el premio a estratega del año para Simeone.
Vean sin embargo lo que ha puesto en Twitter otro odiador: “El Madrid solo fue superior al Nápoles en aquellos aspectos del juego que no se pueden entrenar”. Las jugadas a balón parado te pueden gustar o no. Te pueden parecer la negación del fútbol si quieres. Pero si las jugadas a balón parado no constituyen precisamente el mejor ejemplo de las cosas que se entrenan, yo ya no sé. “Jugadas de estrategia”, las llaman desde que tengo recuerdos. En la negación del pan y la sal al marsellés hemos alcanzado el rizo más imposiblemente rizado: el Madrid gana con frecuencia merced a la estrategia, pero lo hace a pesar de que carece de estratega.
La sonrisa de Zidane no es la que gana los partidos. Pero cada día tiene más mérito delante de esa prensa que tanto habría querido ver al Madrid fuera.
Mis condolencias.