En sus horas más aciagas como entrenador del Real Madrid, a Zidane habría que cantarle lo que entonaba Fergie en la fallidísima película de Rob Marshall Nine. El Madrid, cuya situación no es mala en Champions ni dramática en Liga, está dando algunos síntomas de muerte de éxito, y en cierto modo era previsible. A mí me dijo el mismísimo Antonio Escohotado que la final de Cardiff puede muy bien haber sido el mejor partido de la Historia del fútbol, y a partir de ahí sólo se puede bajar. Sólo se puede bajar a menos que recuperes parte de las esencias primigenias y, con ellas, algunas dosis de sano pragmatismo. No soy nadie para dar consejos al hombre que ha hecho al Real Madrid siete veces campeón de muchas cosas (entre ellas dos máximos entorchados continentales) en menos de dos años, pero a lo mejor Fergie sí es alguien (quién no la atendería) y hay alguna sensatez en su consejo: Be Italian, Zizou.
Resulta que, coincidiendo con Escohotado, soy un gran admirador de la excelencia futbolística mostrada por el Madrid durante todo el curso pasado, excelencia que condujo al equipo a una cosecha de éxitos que no se vivían desde el 58. A mi juicio, no obstante, el mejor Zidane se da a conocer en su primera media temporada, cuando toma amorosamente los vestigios del naufragio heredado de Benítez y conduce a una plantilla dubitativa al clímax de los penaltis de San Siro. No sólo eso: evitando tomar nota de que era imposible, casi obra la imposibilidad metafísica de hacer campeón de Liga a un Real Madrid que llegó a estar 13 puntos por debajo del Barça. La receta para la doble hazaña -la segunda no consumada, pero quizá más meritoria aún que la primera- se basó en una honda practicidad de raíces transalpinas.
El Madrid deslumbró en fases (aquella victoria en el Camp Nou), pero fue sobre todo solvente en el sentido en que los italianos entienden el término. Italia forma parte de la historia personal y futbolística del marsellés, allí se empapó del tacticismo teleológico de la Vecchia Signora, y el modo en que, pasadas por su filtro personal, aplicó esas recetas en aquellos meses ígneos resultó tan sorprendente como efectivo. Dentro de la incógnita que Zidane representaba en aquel momento algunos, falsamente guiados por su perfil como jugador, temíamos que se dejara ver un técnico romántico, en el peor sentido de la palabra. El estratega frío que en su lugar apareció a los mandos dejó a muchos boquiabiertos, alcanzando su clímax en el fútbol cerebral, sin resquicio para la zozobra, que llevó al equipo a eliminar al City por 0-0 y 1-0 en una verdadera apoteosis de tacticismo. El Madrid jugaba con infinita humildad, como si no fuese el mejor, y exhibió en adelante (pero eso parece haberse marchitado ahora) un rigor que representaba el sustento, el complemento perfecto para su pericia técnica. Y no solo en lo defensivo: la mayor parte de los goles llegaban en jugadas de pizarra, a balón parado, no en los arrebatos de lirismo atacante que cabía esperar como base para el fútbol de un equipo entrenado por Zidane, nada menos.
El Madrid, confiado casi en exclusiva a su excelencia técnica, parece haber abandonado ese tacticismo, y lo echa en falta. Los goles a balón parado se han esfumado casi por completo (¿ya no se entrenan esas jugadas?), las líneas se separan y surgen lagunas de posicionamiento. El Madrid jugó el año pasado de modo tan primoroso que, tal vez inconscientemente, decidió en alguna parte del camino prescindir de ese rigor. Zidane enterró la pizarra como Kirk Douglas el saco con el dinero en There was a crooked man. Después de haber demostrado que no lo era, empieza a parecerse un poco al entrenador que temíamos fuese cuando solo era una incógnita: un lírico, un Lillo en guapo, un “salid y disfrutad” de los de alipori, término que por fuerza ha de tener origen italiano. Yo, que no soy nadie, le sugiero a Zidane que desentierre la pizarra (ya despejaremos otros el agujero de alacranes) y que engañe a sus jugadores. Necesita hacerles creer que, después de todo, es posible que no sean los mejores.