Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto a un señor que se apellida Mascaró loar y lamentar a la vez el ADN ganador del Madrid, y lo he visto hoy, cuando ha llegado a mis manos, a mis avezadas y curtidas y sin embargo atónitas manos, su columna en el habitual panfleto propagandístico de la esquinita. “(…) el Madrid de Florentino lo tiene muy claro: ha ganado tres de las últimas cuatro ediciones (de la Champions). El Barça, solo una en los seis últimos años. La diferencia es abismal. Y duele. Mucho. Sobre todo teniendo en cuenta que el Barça tiene al mejor futbolista de la historia en sus filas. Pero con Messi no basta. Se necesita mucho más para dominar en Europa. Como ese maldito ADN ganador que tiene el Madrid. Ese gen competitivo insuperable. Esa capacidad para lograr victorias sin jugar a nada que tanto nos enoja pero que tanto envidiamos”.
Cuando el más desaforado de tus enemigos hinca rodilla al suelo ante “ese gen competitivo insuperable”, ahí hay algo muy serio. Tan serio como la felicidad, tan imposible y fehaciente como el elixir de la eterna juventud. You make me feel so young, que cantaba Sinatra. Ol´Blue Eyes: “Yo no vendo mi voz, yo vendo estilo”. ¿Cabe más madridismo en una frase? El Madrid no vende fútbol, vende estilo. Vende casta. Vende amor al vacío, predilección por el riesgo, devoción por el todo o nada. Vende el halo de lo mítico, el intangible de la aventura, el poder eterno y cinematográfico, perfectamente inasible, del final feliz. No hay final feliz sin amenaza, no hay película digna de tal nombre sin una trama atribulada. Y por eso está a cuatro millones de años luz del Barça en la Liga: para que un montón de chupatintas de la blanca se pongan nerviosos porque el Madrid no fichó el domingo ante el Girona, como si no supieran de sobra que ningún soñador ha llevado jamás sus deberes al día, como si la experiencia no descontase que hace falta un cuchillo blandido al aire para convocar el látigo de Indiana Jones. Cristiano no se parece a Superman por cualquier cosa. A veces, algún año, sí, los deberes van al día, y entonces ya es como si fuera posible disfrutar también de Clark Kent y sus gafas, que tantos moscosos acumulan.
Cristiano es Superman, al que Zidane ha sabido rodear de una pléyade de vicesuperhéroes discutidos día a día, pero que en esta Champions, lo que de verdad cuenta, cumplen ejemplarmente su papel gregario. Algunos de ellos (Bale, Benzema) son discutidos porque sus mejores días han podido quedar atrás. Otros (Asensio, Kovacic), porque sus mejores días no terminan de otearse en el horizonte. Da igual. La causa europea es el trance que les concita, y así no le hace falta a Asensio ni siquiera jugar bien para humillar deportivamente a Alves. “El Madrid vive de esto, te mata en diez minutos”, había anunciado peyorativamente el lateral brasileño. ¿Diez minutos? Al Madrid le sobran 9,58, Daniel. Abre un momento las piernas. ¿Para qué, para que me la metas? No, para que te la saque mientras Lucas se la pone en la cabeza al héroe. Se le puso rictus burlón en ese lance al balear, aunque aún sea aprendiz de héroe. Está ensayando el restallar de su sonrisa de galán, pero de momento el único que tiene verdaderas trazas de Douglas Fairbanks es el portugués. Mientras tanto, otros abrazan formas modestas y juveniles de ser titanes, como los Goonies de Lucas o el Taurus del Capitán Trueno al que se asemeja Casemiro con la cachiporra.
Tú me haces sentir tan joven / Tú me haces sentir que hay canciones por cantar / Campanas por tañer / (…) / E incluso cuando esté viejo y gris / me sentiré tal cual me siento hoy / Porque tú me haces sentir tan joven.
Hoy son Asensio y Lucas y Carvajal y Varane y Sergio pero antes fueron Di Stéfano y Butragueño y Mijatovic y Roberto Carlos. Son los mismos cromos. Sinatra tenía razón, como la tiene Mascaró en su apabullante, emocionante sincericidio: “Si el Barça (o el City) no lo impiden, este Madrid huele otra vez a favorito. Otra vez...” Si los puntos suspensivos hablaran. El Madrid nos hace a todos jóvenes. Durante noventa minutos, a sus amantes nos retrotrae al territorio perdido de la infancia, con su inocencia cautivadora, con su esperanza aún no marchita (ay, ese Mbappé que se desvirgó el martes en el más sórdido lupanar y que ya sabe de qué va esto realmente). A sus enemigos los sitúa de nuevo ante los pavores inexplicables de aquellas noches trémulas, cuando la silueta en la sombra de una prenda puesta al azar sobre una silla, aparentemente inofensiva, podía en realidad ser un monstruo agazapado. Hasta Mascaró se ha dado cuenta de las terribles noticias que aquí vienen, porque resulta que lo es.