Soy del Madrid, y esta temporada cochambrosa, oscilante entre la sensación de hecatombe y la hecatombe misma, solo me está sirviendo para comprobar algo que ya intuía: los atléticos se equivocan incluso cuando presumen de su capacidad para cosechar derrotas mucho más esplendorosas que las nuestras. Y un cuerno. Lo de “Qué manera de palmar”, que cantaba Sabina en aquel himno oficioso de la (ya) exribera del Manzanares, es más madridista que Puskas y encaja mucho mejor con el ADN vikingo que con el indio, sobre todo si nos referimos al ADN copero. Ni en el noble arte de caer con estrépito nos ganan los atléticos. El desastre copero consumado ante el Lega es una eliminación digna en comparación con otras históricas. Ahí queda el recuerdo del Alcorcón, el Toledo o el Real Unión, todo un Segunda B que se marcó un minuto 93 en el mismísimo Bernabéu con Dudek de portero y Saviola en la delantera (del Madrid).
La Liga es el escenario que el Madrid elige con frecuencia para deambular, marcando así el contraste que la pasión y furia de la Copa de Europa necesitan para brillar más. Para hacer el ridículo, en cambio, el auténtico ridículo, es tradicional en Concha Espina elegir la Copa de Su Majestad el Rey. Este año hemos decidido, por lo visto, deslindar el ridículo de las fronteras de la monarquía y administrarlo a dos bandas, Liga y Copa, para abundar en la universalidad del club, ajeno pese a su Real nombre a la encarnizada polémica entre republicanos y partidarios del monarca.
Se trata quizá de elevar el brillo de la Décimo Tercera. La leyenda dice que las Champions, las mejores Champions, se ganan después de apabullantes fracasos en Liga, y ahora nos hemos empeñado en el más difícil todavía: conjugar un espectacular triunfo europeo con un doble derrumbe local, sin paliativos, de los de manos a la cara, de los verdadera y precisamente acojonantes. Aquella Final de Kiev donde nos zambullimos en la gloria a veintiocho puntos del Barça y eliminados por el Leganés, la voltereta sin red y triple tirabuzón del mito.
Yo me lo creo. Me creo que pueden. Digo “me creo que pueden” y no “creo que pueden” y digo bien, en plan reflexivo, no reflexivo de estar meditando mucho (escribo de hecho con alguna vehemencia), sino reflexivo en el sentido gramatical. Me creo porque me digo a mí mismo una cosa (que pueden) y me la creo, me creo a mí mismo cuando hablo.
Me lo tengo que decir unas cuantas veces, eso sí. En otras ocasiones la fe hervía de oficio, por así decirlo. Ahora hierve lo justo y a instancia de parte. Como a casi todos, la temporada que está facturando el Madrid me tiene en estado de shock, no por ser yo optimista por naturaleza, que lo soy, y no haber sido capaz por tanto de prever algo así, sino porque los propios pesimistas reconocen que esta situación está mucho más allá de sus premoniciones más sombrías.
Todo empezó como empieza siempre, con unas calamitosas decisiones arbitrales que descentraron al equipo, pero ahora el equipo no necesita el vuelo de una mosca para descentrarse: al temblor de piernas propio de la presión del entorno se unió el miércoles la bisoñez de los jugadores en los que Zidane confió para clasificar al equipo para semifinales. No respondieron a esa confianza, en realidad no lo hicieron en toda la competición. Tomorrow never dies, rezaba el título de una película de James Bond. El problema aquí es que el mañana está lejos de nacer, mucho más lejos de lo esperado cuando se hizo una optimista planificación veraniega que en todo caso no debería explicar el que el Leganés te ponga mirando a Cuenca pasando por Irún.
Los titulares, eso sí, los veteranos, tampoco han respondido por lo general, esta temporada, a la encarnizada confianza de Zidane, quien comete errores pero a quien no se puede negar lo que todo buen jefe debe hacer: usar el propio miembro para apartar las ortigas del camino de sus subordinados. Ni por esas ha logrado Zidane que los jugadores respondan a su confianza y aun así yo me creo que lo harán (me creo a mí mismo cuando me lo digo). Me repito a mí mismo que lo harán en un giro (¿inesperado?) de los acontecimientos, en un rapto de dignidad y madridismo. Primero, deben asumir con gallardía el objetivo menor (menor para el Madrid, no para el rendimiento mostrado) de clasificar al equipo entre los cuatro primeros. Después, deben combinar el vitriolo local con la espuma foránea, como siempre, como le pasó a Mijatovic, a Redondo y a Raúl y a Mcmanaman, como le pasó al propio Zidane, como les sucedió a ellos mismos, hasta la gloria final.