En todos los campeonatos de la era dorada de España, llega siempre un momento en que, entre el chorro de imágenes que escupe la competición, alguien repara en una de Iniesta rodeado de contrarios. Ha sucedido con versiones de él cercado por cuatro, por cinco, por seis. Se trata de una escena como de campo de girasoles: todos vencidos levemente hacia el lugar en el que está Iniesta, pero que en realidad es el sitio del que ya está regresando, mientras ellos se quedan. Fijarse en una foto así entre todas las posibles solía ser una muestra de abundancia: cubiertas ya las necesidades básicas, con la tranquilidad de ir pasando rondas, llegaba el momento para detenerse en una exquisitez lateral. Pero en esta Eurocopa se ha buscado ese instante antes que nunca.
España había llegado al partido contra la República Checa no como defensora del título, ni como vencedora de las dos últimas ediciones del torneo, sino con un pequeño pero molesto cargamento de frustraciones: la despedida del último Mundial antes de los cruces, relevos generacionales llenos de añoranza, una derrota contra Georgia en el último amistoso, los whatsapp de las chicas de Torbe. Con ese aroma comenzó el partido, y el fútbol, que lo cura todo, no terminaba de sanar nada. La selección se encontró enseguida con un embotamiento familiar, aunque esta vez bajo el manto de la nostalgia. De todos, salvo de Iniesta.
Por eso, nos dimos cuenta antes que nunca de que seguía viviendo sitiado, esta vez por jugadores checos amontonados alrededor de su área. Ahí seguía, como siempre. La foto que llegaría luego podía adivinarse casi en cualquier lance. El consuelo estaba cerca. Cada pase con el que escapaba del cerco recuperaba una porción del esplendor de entonces. Iniesta era exactamente igual que cuando España encadenaba títulos y rondos interminables. La invención de espacios, la inminencia del gol.
Aunque esa sensación tenía que competir con síntomas de todo lo contrario. Por allí correteaba Cesc, desorientado como si se hubiera equivocado de día. Pero también eso lo esquivó Iniesta, que a poco más de tres minutos del final, de nuevo funambulista del límite, tiró un pase al área para que alguien lo empujara y se pudiera seguir pensando que todo es como antes. O que podría llegar a ser mejor. Lo metió Piqué, pero si no hubiera estado él, justo detrás llegaba Ramos. Iniesta no había encontrado una escapatoria al lío de la melancolía de un empate, sino dos.