En el deporte, como en la vida, los signos distintivos son esenciales. Los equipos buenos se hacen y lo son por cómo juegan. Por su estilo. En cuanto España ha comenzado a presionar el balón, a moverlo cada vez más rápido y a esconderlo hasta generar oportunidades, la ilusión y la fe por la Eurocopa se han multiplicado. La selección que se clasificó de forma anodina nos vuelve a recordar a la de los grandes éxitos. La vuelta a la fórmula que cambió el fútbol de choque por el fútbol de toque. Los tanques por los bajitos.
Algo similar ha sucedido en los dos partidos que se llevan celebrados de la final de la Liga Endesa de baloncesto, aunque sin bajitos. Cuando el Madrid se parece al de otros años, cuando recupera la versión con la que consiguió encandilar a Europa se muestra muy superior al Barcelona. Con Lull y Sergio Rodríguez a pleno rendimiento y Rudy cubriendo los espacios en defensa con su movilidad, el equipo de Laso se convierte en una máquina baloncesto imbatible. Siempre y cuando no aparquen la generosidad, o sea la circulación del balón, que siempre termina por encontrar un tirador casi infalible. Naturalmente, todo eso sería imposible sin el Titán Ayón. Nunca un alias fue tan certero.
Al Barça le ocurre lo contrario: carece desde hace unos años de personalidad propia, lo que explica los vaivenes, no solo de esta temporada, sino de las pasadas. Desde la marcha de Ricky Rubio a la NBA y los problemas de lesiones de Navarro, el equipo se ha despersonalizado hasta convertirse en un conjunto tan bravo y competitivo como carente de esencia. Lo que no excluye que continúe siendo un rival temible y con opciones, tan capaz de ganar a cualquiera como de pegar un petardazo.
Y a vueltas con el estilo, mucho se ha criticado su carencia en el Real Madrid de Florentino Pérez. Cierto que los reproches han disminuido con la consecución de la segunda Liga de Campeones en tres temporadas, como no podía ser de otra forma. El asunto no es banal, habida cuenta de que los cambios que se han producido en el mundo del fútbol. Nos guste o no, tenga más o menos mérito ganarla, la Copa de Europa (no sé por qué la llaman Liga si su formato es fundamentalmente copero) sigue siendo la competición de clubes más prestigiosa del mundo y su repercusión global es cada vez mayor. No es que oscurezca o minimice a las competiciones nacionales, que siguen con su prestigio incólume, sino que la competición europea deslumbra a todo el planeta. Hoy más que nunca, la Champions lo justifica todo.
Y ya que, por otra parte, el sistema de competición permite que los participantes no hayan de ser los campeones de sus ligas nacionales, o sea, que hay un mayor margen de error, quizá no sea tan necesario un bloque sólido, como el del Bayern, el Atlético o el Barcelona, sino que baste con una constelación de estrellas que nunca sabes muy bien cómo van a brillar, pero que, al fin y al cabo, sólo han de competir al máximo nivel durante siete partidos. Y eso aunque sean incapaces de meter un gol en semifinales. No es que haya sido yo mucho de la Vía Láctea. Pero, ¿y si Florentino tuviera razón?