Desde bien pronto la tarde fue amontonando señales. Se trataba de señales perfectas en cuanto que señales: no dejaban claro a qué apuntaban. Lo que sí sugerían era cierto aire crepuscular. En el Tour, Alberto Contador se bajó de la bicicleta y encontró un coche que le evitó los 100 kilómetros que le faltaban para llegar a la meta. Un par de horas después sobre esa meta, Ordino, se desparramó una violenta granizada mientras llegaban los ciclistas que aún pedaleaban.
Después, regresado de su ocaso, apareció Xavi en París con una copa. Iba con traje y zapatos, y caminaba despacio: nada le impedía montar un rondo. Pero no había pelota alrededor, y en lugar de tirar un caño, depositó la copa sobre un atril en la boca de un túnel. Por entonces, ya se había abatido sobre el estadio de Saint Denis una gigantesca bandada de polillas. Una búsqueda rápida en Google no ayudó demasiado. Sitios con naipes y constelaciones aseguraban que las polillas persiguen a las buenas personas, y que las marrones anunciaban tragedia. En la televisión mostraron a Fernando Santos, entrenador portugués, con una prendida en la espalda.
Poco después Payet atropelló a Cristiano. El árbitro no pitó falta. Cerré Google. Cristiano se levantó, correteó un rato y se tiró a la hierba llorando. Una polilla le aterrizó en el entrecejo, pero ni siquiera amagó con espantarla. Estaba a punto de hacer algo extraordinario. Salió del campo por voluntad propia. Fue Santos, aún con la polilla prendida al traje, quien lo convenció para volver. Al regresar a la hierba, los franceses lo abuchearon como si se encontrara solo delante del portero. Podrían haberlo aparcado en la camilla dentro del área, y habría agitado la grada con el mismo temor cada vez que el balón cruzara a campo francés.
Se echó de nuevo al pasto y pidió la camilla. No lo abandonaron cerca de Lloris, pero su retirada provocó en los franceses el mismo entumecimiento de un gol segundos antes del descanso. Como si no supieran contra quién correr, Francia pareció de repente un escuadrón de comentaristas nocturnos. O los comentaristas nocturnos parecieron profesionales franceses.
El único no afectado era Sissoko, que cada vez que le caía un balón arrancaba en línea como un búfalo entre matorrales. O como si escapara de algo. Quizá del Newcastle de Benítez recién descendido. Una exhibición abrumadora. Pero Portugal sobrevivió a eso y a los cabezazos de Griezmann, y alcanzó la prórroga como quien llega a tierra firme después de un naufragio. Y entonces reapareció Cristiano: cojo, con una rodillera, sin tacos en el calzado (como Xavi).
Empezó dando ánimos y terminó agitando los cambios desde la banda. Desde allí celebró el gol de Éder. Y se derritió cuando se pitó el final. Quizá las señales eran eso: el Maracanazo francés, aun con Cristiano encerrado fuera.