Dentro de poco entre las definiciones de fútbol en Argentina aparecerá la palabra muerte. Hace años se iba a los estadios de trinchera en trinchera, emulando cualquier asalto bélico al enemigo. Ahora, ya sin hinchada visitante en las canchas, los asesinos se las apañan para seguir matando.
La sangre se intercala en los temas de conversación con Sampaoli, Messi o el liderato de Boca Juniors. En las últimas semanas, tres desgracias más: Omar Alcides Verón (44 años) murió tiroteado (su hija resultó gravemente herida) por un hincha de Newell's Old Boys mientras celebraba la victoria de Rosario Central en el último clásico rosarino –se cumplían dos años exactos del Boca-River del gas pimienta–; agresión a un árbitro en un partido correspondiente a la Copa Santa Fe y suspensión de un partido del Torneo Federal A por agresión con petardos y material pirotécnico al equipo visitante por parte de la hinchada local.
La violencia en los campos de fútbol, esa que de vez en cuando nos asusta en España, en Argentina alcanzó hace tiempo un nivel profesional. Cuando parecía que el límite ya se había sobrepasado con creces llegó la esperpéntica noche del 14 de mayo de 2015 y el mencionado gas pimienta sobre los jugadores de River Plate en La Bombonera, en el partido de vuelta de los octavos de final de la Copa Libertadores, cuando regresaban del descanso. El límite, entonces, pasó a ser otro. Era lógico pensar que las cosas se tranquilizarían aunque solo fuera por vergüenza y los aficionados tomarían conciencia de la situación. Pero no. Cuando el pasado 15 de abril de 2017 un aficionado de Belgrano falleció tras una emboscada mortal en el estadio cordobés Mario Alberto Kempes, en el choque que enfrentaba a Belgrano y Talleres, se volvió a demostrar que nadie en Argentina es capaz de contener esta situación.
Entre el gas pimienta –en los cuatro meses previos se acumularon otras cuatro muertes– y la última desgracia tras el clásico rosarino, se contabilizan once víctimas mortales. Once muertes en los últimos dos años, quince en dos años y medio. En el abanico de salvajadas en este periodo destacan también los ataques a la casa de la abuela de Maxi Rodríguez en Rosario, en las previas de los otro de los ardientes clásicos Central vs Newell´s. La pintada “El clásico o balas” de la primera vez desemboco en tres agujeros de proyectiles en la puerta del domicilio. “Ya me tendría que haber ido a la mierda”, declaró el exjugador del Atlético de Madrid en aquella ocasión, criticando tanto a la sociedad argentina como a su propio club, Newell´s Old Boys.
Las nefastas 'barras bravas'
Cuenta un jugador argentino –actualmente en una plantilla española– que una mañana llegaron a la ciudad deportiva en la que entrenaba su equipo en Buenos Aires dos tipos muy bien vestidos. El entrenamiento se detuvo un par de minutos. Algunos jugadores ya les conocían y otros les conocían solo de vista: eran los líderes de la barra brava local, sus aficionados más radicales. Aquellos dos tipos les recordaron que el domingo llegaba un partido importante, les animaron y les comentaron de pasada que no sería mala idea aumentar un poco el rendimiento general sobre el césped. Los capitanes, que fueron los interlocutores con los ultras, dijeron que lo iban a intentar con todas sus fuerzas, que confiaran en ellos y que no se preocuparan.
El ambiente de calma tensa y complicidad se agitó con una amenaza de despedida. Si la hinchada y sus ultras no veían ese aumento de rendimiento sobre el terreno de juego, la próxima visita a la ciudad deportiva sería mucho más numerosa. “Hoy hemos venido solo nosotros dos”, dijo uno de los ultras, al tiempo que comenzaba a contar uno por uno con su dedo índice a los jugadores. “Sois veinticinco. Si tenemos que volver a venir, nosotros también seremos veinticinco.”
El psicólogo deportivo Marcelo Roffé reconocía en el programa Fútbol Compacto, del canal argentino DeporTV, haber recibido en su consulta a un joven jugador con la firme convicción de abandonar la práctica del fútbol por que un 'barrabrava' le había colocado una pistola en la sien en un entrenamiento. La fuerza de los ultras en Argentina es tan absoluta que los atemorizados jugadores llegan a creer que les deben respeto y lealtad pase lo que pase. Por eso los jugadores de Boca, la noche del gas pimienta, ni siquiera se preocupaban por el estado de sus colegas de River Plate. Por eso querían jugar el segundo tiempo, a pesar de la vergüenza internacional. Y por eso saludaron a la hinchada cuando, tras una interminable y sonrojante espera, se suspendió el partido.
Argentina es líder en este tipo de dramas, pero la problemática es habitual en varios rincones suramericanos. Es complicado hacer ver a los clubes, rodeados de una pasión desbordada que no conocemos en Europa, que deben marginalizar a los grupos radicales, que tienen que expulsarles. En una de su última visita a España, el vicepresidente de un gran equipo campeón en varias ocasiones de la Copa Libertadores se interesó por la estrategia de Real Madrid y F.C. Barcelona respecto al rechazo a los ultras, y la creación de las nuevas gradas de animación.
"El ambiente necesario para ganar"
Uno de los directores deportivos del equipo, sin embargo, estaba completamente convencido de que el equipo y sus ultras tenían que ir de la mano. “Sin esa gente no conseguimos el ambiente necesario en el estadio para ganar”, decía. Estaba decidido a reunirse con ellos, colaborar con las diferentes bandas, elaborar acciones conjuntas. Tenía pensado incluso “visitar las cárceles para charlar con los líderes ultras” que estaban cumpliendo penas de prisión por sus actos criminales. Esta actitud acerca a los clubes al nivel de copartícipes, de colaboradores necesarios de las tragedias. En este caso concreto, este múltiple campeón de América abandonó su idea de expulsar a los ultras.
Sobre las propuestas para detener la lacra de la violencia en el fútbol argentino, podemos detenernos en dos opiniones de especialistas: la de la ONG Salvemos al Fútbol y la del mencionado psicólogo Marcelo Roffé. Desde Salvemos a Fútbol difunden el artículo “Diagnóstico y propuestas para la construcción de una seguridad deportiva en Argentina”, elaborado por varios autores para la Revista Ímpetus de la Universidad de Los Llanos. En él se indican, analizando factores históricos, organizativos, sociales, políticos y de seguridad, varias opciones. Proponen sustituir a la policía por seguridad desarmada y especialmente entrenada para eventos futbolísticos. Proponen institucionalizar a las barras configurando bases de datos, y eliminando su aparición en los medios de comunicación, quitándoles toda la importancia que se dan y que no merecen. Plantean también reformas en los estadios y creación de un observatorio para controlar la retórica de esos medios de comunicación que incendian cada partido y luego además hacen caja con los tétricos resultados.
Marcelo Roffé, a su vez, lo que formula es crear en el fútbol algo parecido al tercer tiempo en el rugby, empezando por “aplaudir al que ganó, y enseñar a perder desde las divisiones inferiores. El argentino no sabe perder, y el brasileño tampoco.” Otra de las ideas es “involucrar a los jugadores, que hagan campaña, que den charlas, y a los entrenadores también. Que vayan a los colegios y que expliquen los números, las estadísticas, lo mal que estamos, para que la gente tome conciencia.”
Todas estas esperadas medidas no llegan, y cuando lleguen, llegarán tarde. La lista de fallecidos en el fútbol argentino que contabiliza la ONG Salvemos al Fútbol ya va por 319. Comienza, y esto es una señal que resume la profundidad del laberinto sangriento, el 30 de julio de 1922 y tiene la última muesca hace unos días. Y si los clubes no se implican, el listado crecerá sin parar entre asesinatos, cómplices y la irracionalidad más absoluta.