Librada a orillas del mar Báltico, en un espectacular estadio construido en una isla que mira a Escandinavia, el inédito partido que disputarán Irán y Marruecos se perfila como una gran batalla deportiva de complejos trasfondos políticos y, sobre todo, religiosos. Musulmanes ambos, cada uno de ellos se arroga el liderazgo de las dos ramas enfrentadas del Islam: Marruecos, de mayoría suní, presume de que los genes de su familia Real proceden directamente de la estirpe del Profeta Mahoma. Irán, por su parte, es el único estado del mundo que se define como chií, la corriente -ahora minoritaria- que en el siglo VII se escindió de la ortodoxia a causa de las discrepancias sobre la sucesión en la incipiente comunidad islámica.
Los chiíes consideraban que el liderazgo le correspondía a Ali, primo del Profeta, casado con Fátima, su hija más querida, mientras que los futuros suníes defendían que la cabeza del califato debía mantenerse en manos de los jefes tribales y militares que acompañaron a Mahoma durante la conquista de la Península Arábiga.
Mejor armados y más numerosos, los suníes perpetraron una gran masacre en el año 680 que acabó con el nieto del profeta y setenta de sus familiares más cercanos e imprimió un sentimiento de injusticia y humillación que más de 1.400 años después los chiíes aun conservan. Un pulso político que con los años se transformó en una disputa de carácter religioso y que en los pasados años ochenta retornó a su origen arrastrado por la revolución islámica de Irán y las pulsiones de la Guerra Fría.
Un duelo por la influencia en la convulsa región de Oriente Medio que desde entonces libra el régimen iraní de los Ayatolá, apoyado en parte por Rusia, y la Arabia Saudí radical suní wahabí, a la que apoya Estados Unidos, y por supuesto Marruecos.
Ninguna de esas controversias se intuyen, siquiera, en las bellas y animadas calles de la San Petersburgo fundada por Pedro I el Grande, el zar que arrebató a Persia (la antigua Irán) la orilla azarí del Mar Caspio para evitar el avance del Imperio Otomano, que hasta 1924 lideró nominalmente el islam suní. Hermanados por el duende del fútbol, desde hace días iraníes y magrebíes chocan las manos, intercambian parabienes, se abrazan y animan ruidosamente a sus selecciones conscientes de que la victoria no es solo un anhelo si no una necesidad si aspiran a hacer historia y progresar a la segunda fase.
Con un ojo puesto en Sochi, donde Portugal y España cierran la primera jornada del Grupo B, los equipos técnicos de ambos combinados comparten una cábala similar: una victoria y una eventual derrota de uno de los dos favoritos le colocaría en una situación inmejorable. Tres puntos en el casillero, un rival directo eliminado y mucha, mucha presión, para la selección europea que falle en el fratricida encuentro inaugural del grupo.
Sobriedad defensiva y poco gol
La batalla deportiva se decidirá, con toda probabilidad en el centro del campo, ya que ambos técnicos, el portugués Carlos Queiroz (Irán) y el francés Herve Renard (Marruecos) comparten una concepción similar del juego. Rocosos en defensa y muy disciplinados en el juego posicional, confían en la fuerte presión en el centro del campo como primer paso de un ataque fulgurante, letal, sostenido en transiciones rápidas en busca de superioridad.
Ambas escuadras han encajado escasos goles tanto en los partidos de clasificación como en los amistosos previos a esta fase final de la copa del mundo. Las estadísticas son demoledoras: la defensa marroquí liderada por el central del Juventus de Turín Mehdi Benatia, no concedió un solo gol en los encuentros decisivos de la ronda africana de clasificación. Alireza Beiranvand, el guardameta del Persépolis no recogió un solo balón de las redes en nueve de los diez partidos de clasificación, encajando dos en el último choque oficial, cuando los de Queiroz ya habían sacado el billete a Rusia.
A esta sobriedad defensiva, ambas selecciones añaden sendos ataques de gran calidad, poco anotadores, ciertamente, pero que rentabilizan al máximo las pocas ocasiones de gol que se generan a lo largo del encuentro.
Con toda probabilidad, Queiroz partirá de salida con la joven promesa del Rubin Kazan, Sardar Azmoun, y con la fiabilidad de ambidiestro Alireza Jahanbakhsh (AZ Alkmaar), máximo goleador de la pasada liga holandesa con 21 tantos. Ambos son delanteros parecidos, acostumbrados a sobrevivir y a buscarse el jornada como islas en ataque, conscientes de que las oportunidades suelen ser escasas y es fundamental que las dejen pasar.
Renard ha apostado en los últimos partidos por Khaled Boutaïb (Yeni Malatyaspor) como referencia en ataque, un hombre muy bregado en el tempestuoso fútbol turco. Y a preferido dejar las bandas a Amrabat (Leganés) y a Karim Ziyach, el estiloso interior del Ajax. Pero sobre todo confía en la experiencia de Younes Belhanda, uno de los cerebros del Galatasaray, y en la habilidad para el regate en carrera de Sofiane Boufal, el jugador del Southampton autor este año del mejor gol de la Premier con un primoroso eslalon.
A ello se une la estrella en sí mismo que es Renard, único técnico extranjero en ganar dos veces la copa de África; en 2012 con Zambia y en 2015 con Costa de Marfil. Desde su llegada, Marruecos ha encadenado 18 partidos sin conocer la derrota. Frente a él, en el otro banquillo, Queiroz también comparte la aureola de estrella. Desde que en 2011 asumiera el banco destinado a Javier Clemente, el ex del Manchester United y del Real Madrid ha dotado de pragmatismo, rigor y sobre todo regularidad a una selección que encadena dos mundiales consecutivos.
Y lo ha sabido combinar con las grandes dosis de talento que alberga en sus botas la selección iraní: en especial el que atesora Said Ezatolahi, quien sin embargo se perderá el inicio del mundial por la tarjeta roja que vio ante Corea del Sur en la fase de clasificación. Consciente de esta baja y de lo afilado del contraataque magrebí, todo apunta que en la batalla de San Petersburgo apueste por un sistema más conservador, apuntalando una defensa y un centro del campo que ya hizo sudar a Argentina en Brasil 2014.