El mundo, a menudo, se divide entre dos tipos de personas: esas que se hacen notar, las que arrasan a su llegada, y las que pasan desapercibidas, las que ni hacen ruido ni lo pretenden. Y ambas son necesarias en diversos ámbitos de la vida. Importan en el trabajo, en el botellón del fin de semana y, obviamente, en el fútbol. Allí, a un lado está Carrasco, jugador de los que levantan el césped con su trote; y por otro anda Tiago, con su media melena, su sonrisa tímida y sus pases cortos. El mismo que, después de pasar por un calvario la temporada pasada -con lesión incluida-, ha vuelto, parece, a su nivel. Y lo ha hecho en el momento justo, cuando peor se encontraba su equipo, en sus dos primeros partidos consecutivos como titular este curso, ambos finalizados con victoria. Se ha colocado de mediocentro, le ha dado la mano a Gabi -su socio de siempre- y ha ordenado, en todos los sentidos, al Atlético. En última instancia, con un dominio absoluto en la victoria ante Osasuna (0-3).
Su caso es tan particular como lo que representa. Tiago no es canterano ni lo aparenta. Llegó ya con sus añitos al Atlético de Madrid, pero la grada lo ha acunado como propio. Y lo ha hecho porque, en el fondo, él también ha aceptado el escudo como una parte de su cuerpo. Incluso cuando el Chelsea lo rechazó, su primera opción siempre fue volver con Simeone al Manzanares. Pudo ir a otros sitios, pero decidió poner su GPS en dirección a Madrid. Su corazón, ha confesado en alguna ocasión, es rojiblanco. Ha pasado por muchos clubes (Benfica, Sporting de Braga, Lyon y Juventus), pero el único lugar donde ha echado raíces ha sido en el Calderón. Y de allí sale cada fin de semana, tras cada partido, con sus retoños, sonriendo incluso cuando, a principios de esta temporada, tan solo aspiraba a jugar esos minutos que carecen de trascendencia.
Ahora, tras su encuentro contra Osasuna, parece casi un milagro que pueda rendir al nivel que lo está haciendo. El curso pasado, cuando mejor estaba jugando, cayó lesionado contra el Espanyol. Le diagnosticaron fractura de tibia y le dijeron que se olvidara de volver a un terreno de juego en cinco meses. Y él, a sus 34 años, llegó a pensar que aquello era su final, que el fútbol para él había acabado. Pero no fue así. El Atlético de Madrid, en un gesto de humanidad envidiable, lo renovó; y la grada, como no podía ser de otra forma, aplaudió aquella iniciativa. De ahí surgió una comunión entre afición y jugador que hoy en día sigue vigente.
A sus 35 años, sin hacer ruido, se ha convertido en uno de los referentes en el vestuario. Griezmann, por ejemplo, le tiene un respeto absoluto. ¿El motivo? Tiago jugó en el Olympique de Lyon, equipo del que es seguidor el ariete, y cuando llegó desde la Real Sociedad, le pidió la camiseta al portugués porque lo consideraba su ídolo. De ahí nace una relación que se hace extensible al resto. El centrocampista, a menudo, no busca protagonismo. Trabaja, espera y juega si se lo piden. Sin exigir, con la humildad y la experiencia que le han dado los años, pero también como líder y como ejemplo, instructor de jóvenes y ayudante en la sombra.
Así, Simeone ha recurrido a él cuando peor lo estaba pasando su equipo. Tras las tres derrotas en Liga (Sevilla, Real Sociedad y Real Madrid), el Cholo decidió darle la titularidad contra el PSV y el resultado fue satisfactorio (0-2). Tiago, incluso, le puso el balón del segundo gol del partido a Griezmann. Y ante Osasuna, de nuevo, ha dado toda una clase de cómo se debe jugar al fútbol. Al lado de Gabi, como en los viejos tiempos, formando la pareja del centro del campo y con Koke tirado a una banda. Así, el Atlético ha vuelto a ser el de siempre y, además, recuperando la senda de la victoria. Y lo ha hecho con él sobre el césped. ¿Casualidad? No parece. La esencia del Cholismo es Tiago y está de regreso. Ojalá y por mucho tiempo.