El Madrid de este inicio de temporada lo mismo proclama su propia excelencia que la deja en suspenso a los 10 segundos, haciendo carne de meme a sus hinchas. Diría que es un Madrid Puigdemont si no fuera porque tengo claras mis filias y mis grimas, aunque no descarto que el taimado jefe de esta sección haga prevalecer la ocurrencia como título de este artículo (yo no lo quería, oigan). Veo a Rajoy interviniendo para solicitar al Madrid que aclare si está jugando bien o no, y veo a Zidane reuniéndose con los pesos pesados del vestuario, sometido por ellos a presiones brutales.
-Diles que estamos jugando mal. Ten lo que hay que tener. Confirma lo que tanto se teme.
Pero Zidane nunca dice que el Madrid ha jugado mal, y hace muy bien. Entenderíamos lo que supone jugar mal de verdad si alguna vez Zidane admitiera que ése es el caso: el Madrid se desmenuzaría ante esa asunción como la propaganda independentista ante sus propias trolas, y con todo el estruendo de una profecía autocumplida. Nunca llega a hundirse porque hace oídos sordos a lo cerca que está de hacerlo.
Este perpetuo paseo sobre el alambre del Madrid acaba bien la mayor parte de las veces porque nadie toma nota de los eventuales costalazos. Hay un madridismo que señala todo el rato a la flor para alertar del riesgo de depender de ella. No comprenden que si la flor no se pone pocha es precisamente porque jamás acusa recibo de sus propias arrugas, ni aun cuando se marchita frente al Levante o el Betis. No te empieza a ir realmente mal hasta que admites que te va mal sólo para darte cuenta de que, antes de decirlo, en realidad brillaba el sol.
Puigdemont declaró la independencia pero no declaró la independencia de igual manera que el Madrid jugó mal pero no jugó mal, juega mal pero no juega mal. El Madrid de este primer tramo de Liga es, como Puigdemont, una discusión semántica que puede haber hallado en Cristiano, por fin, su diccionario de la RAE. Cristiano saca de dudas con sorda y demoledora eficacia cuando más se le necesita y a veces incluso contagia a Benzema.
El francés es la discusión semántica hecha futbolista: que si es un buen 9 o si no es un buen 9 hasta que la gente, invariablemente, termina poniendo en tela de juicio el sentido del propio número 9. Benzema se independizó de sus odiadores ante el Getafe, pero Karim es ya una duda metódica, hasta el punto en que no se descarta que Rajoy intervenga para interpelarle. Le ruego explicite de una vez si es usted la estrella que el Madrid debe tener por delantero centro o si, por el contrario, Zidane le sustituyó por Mayoral (por Mayoral) para que en la tribulación del empate hubiera en el campo un auténtico 9 (¿pero qué es un 9?).
Cada nuevo once que Zidane dispone en obediencia a la rotación es un trapecio, y nadie mejor que él sabe que no hay red debajo. Salta de once en once dibujando en el aire los arabescos más hermosos, y flota en la atmósfera pese a la ley de la gravedad y la de lo aleatorio. Hay audacia en lo que hace y quizá sea esto, junto a las obvias diferencias de índole capilar, lo que le separa diametralmente del mandatario catalán, que pseudoproclamó la independencia por miedo a sus socios de gobierno pero no termina de declararla por miedo a ir a la cárcel. El concepto de audacia también puede exacerbar discusiones semánticas, pero aquí ya mucho menos.
La audacia de Zidane, que definitivamente le sitúa a años luz de Puigdemont, fue premiada este sábado con un recorte de dos puntos sobre la renta que le distanciaba del Barça. Lo consiguió pese al afán del colegiado Martínez Munuera, que escamoteó un penalti sobre Ramos y concedió el gol del Getafe en fuera de juego. Los árbitros españoles, que siguen siendo los de Villar y Arminio, no le profesan gran amor al Madrid. Menos mal que el martes hay Champions y los colegiados europeos carecen de esos apriorismos. Qué bien le va a venir al Madrid la mediación internacional.