Tuvo que ganarlo dos veces, tuvo que ganarlo 1.000. Tuvo que reponerse a errores, a botes endiablados, a árboles entrometidos. Tuvo que superar el campo más duro del mundo, sus demonios, los de los demás, tuvo que invocar a Severiano el día que el genio de Pedreña habría cumplido 60 años. Incluso tuvo que jugársela en un playoff repitiendo idéntico castigo al que ya sufrió en Carnoustie, en el British Open de 2007. Tuvo que hacer todo eso y más, y aún así sufrió hasta el último golpe, hasta el último aliento de Justin Rose. Sergio García completó sus 40 años de travesía por el desierto, las casi dos décadas del golf español para conseguir su primer grande, su primer Masters de Augusta, el quinto de España.
Carnoustie 2007, aquel maldito final, aquel maldito putt de metro y medio para ganar que no quiso entrar. Se quedó entonces Sergio apoyado sobre su putt, la mirada perdida, preguntándose por qué. La misma postura y la misma cara que repitió el castellonense 10 años después al otro lado del mundo, en el Augusta National. Carnoustie le destrozó de joven, cuando salió llorando sobre el hombro de su madre. El National le marcó de por vida. Fue en el campo de Georgia cuando, iracundo hasta decir basta, reunió a la prensa española tras no pasar el corte en 2014 y pronunció aquella frase que, entonces, no sólo creía él: "Quizás no valgo para ganar un grande".
Sergio García se quedó a las puertas en aquel British de 2007, pero también en aquel PGA de Medinah contra el mejor Tiger Woods y el golpe bajo el árbol que le valió el apodo de El Niño en 1999. Acarició la gloria en el Abierto Británico de 2014. Y en el de 2007. Lo tuvo cerca en el PGA de 2008 y en el de 2006. Incluso lo rozó con el US Open de 2005 y 2002. Fueron tantas y tantas veces ejerciendo de Poulidor que no sólo él lo creía: "Quizás no valgo para ganar un grande".
Afirmó incluso en más de una ocasión que su carrera estaba hecha, que podría retirarse sin ganar un grande y su vida deportiva sería plena.
Era todo mentira, todo un autoengaño para no reconocer la frustración, para no indagar en los dolorosos porqués, la forma de engañar al corazón y mantener la cabeza erguida, de seguir hacia delante sin mirar atrás. Era la única forma de sobrevivir. Y, sin embargo, el destino le ha demostrado que era el camino correcto, la forma adecuada de resistir la presión autoimpuesta, la que le cargábamos sobre los hombros los medios y los aficionados, esa etiqueta de 'heredero de Seve' que quizás quiso o quizás no, pero que desde luego jamás pidió, ni siquiera cuando cabalgaba la cresta de ola y el mundo esperaba en su plato para ser devorado.
Se ganó la etiqueta de 'mejor jugador del mundo sin un grande'. Y llegó incluso a perderla. Tal vez hasta dejó de importarle. Por eso era tan importante este Masters. Por eso era fundamental no ceder esta vez. El Augusta National ha sido la clave de sus desvelos, el lugar que llegó a odiar más que nada en el mundo y que, desde este 9 de abril de 2017, será su lugar preferido. Igual que el verde pasará indefectiblemente a ser su color favorito. No queda más remedio, pues su vida ha quedado marcada para siempre.
Marcada con sus birdies en los tres primeros hoyos que le situaron con dos golpes de ventaja nada más empezar ('Esto marcha', debió pensar). Marcada por los bogeys del 10 y el 11, uno de la derecha en la pinaza, el otro a la izquierda detrás de otro árbol ('Bueno, no pasa nada, seguimos vivos', reflexionaría). Marcada inevitablemente por ese drive desgraciado que se fue entre la maleza de la izquierda de la calle, que le obligó a dar la bola por injugable y penalizarse con un golpe y, sobre todo, a renunciar el birdie mientras Justin Rose, su amigo, su enemigo íntimo este domingo, se escapaba en el leaderboard ('Mierda, esto no puede ser', decía la cabeza echando humo).
Y sin embargo su vida quedará marcada para siempre porque en ese mismo hoyo 13 rescató un par que se convirtió, sin saberlo, en punto de inflexión ('Buuuuuuuffff'). Después llegó el birdie del 14 y un eagle para la historia en el 15 ('Vamoooosss'). Sí, para los anales de la historia, porque el último que consiguió un eagle en el back nine de Augusta fue José María Olazábal en su victoria de 1994, la última de un español en Augusta, la última de un español en un major.
Marcada al fin y al cabo por el error de Rose en el 17 y por el error propio en el 18. Pues Sergio, como en Carnoustie 2007, tuvo el putt de la victoria, metro y medio para la gloria, y volvió a fallar. Pero esta vez se apoyó sobre el putt con la mirada perdida y preguntándose por qué sólo durante un segundo, porque esta vez también tenía una segunda oportunidad. Esta vez, como frente a Padraig Harrington, tenía un playoff por delante y esta vez no falló. Birdie en el 18 con Justin Rose atorado bajo los árboles. Ya le tocaba a Sergio, ya le tocaba al golf español. Y en el día del 60 cumpleaños de Seve. ¡Menudo regalo que le han hecho, maestro!