Quizá siete vidas no lleguen para contar la historia de Popole Misenga y Yolande Bukasa. Los dos sobrevivieron a la guerra del Congo cuando tan sólo eran niños, resistieron las condiciones de entrenamiento inhumanas de la selección de judo de su país y huyeron a Brasil, donde viven como refugiados. Ahora podrían cumplir su sueño olímpico, tras dos años sin pisar el tatami.
“El judo me ha salvado la vida una vez. Ésta puede ser la segunda”, asegura Misenga a EL ESPAÑOL. El pasado 2 de marzo, el Comité Olímpico Internacional (COI) anunció la creación del equipo de Atletas Refugiados Olímpicos, que permitirá la participación de entre 5 y 10 refugiados bajo la Bandera Olímpica, con todos los gastos pagados por el Comité. Aún no existe una lista definitiva, pero ambos están entre los atletas seguidos por el COI, a la espera de una confirmación oficial para su participación.
“El COI nos contactó el año pasado pidiendo referencias de atletas refugiados que pudieran participar en los Juegos”, cuenta Aline Thuller, de la Asociación Caritas en Rio de Janeiro. “Nosotros recomendamos a Popole y a Yolande, rellenamos todos los formularios y ahora estamos esperando una respuesta oficial. Ésta era la oportunidad que los dos anhelaban desde que llegaron aquí”.
“Se olvidaron de nosotros”
Popole Misenga y Yolande Bukasa aterrizaron en Brasil en 2013. Habían sido los dos únicos congoleños clasificados para el Mundial de judo que ese año se disputaba en el Maracanã. “Veníamos con la ilusión de competir y quizá conseguir una medalla”, recuerda Misenga.
Estás en Brasil, ¿recuerdas? ¡En Brasil! Ésta es nuestra oportunidad
La realidad que encontraron fue muy distinta: al llegar al hotel, los técnicos de la comitiva de la República Democrática del Congo les retiraron los pasaportes, confiscaron sus tickets de comida y desaparecieron. Durante dos días, los dos atletas estuvieron solos, casi sin comer. “Se olvidaron de nosotros, desaparecieron, ni siquiera nos entrenaron para los combates y permitieron que pasáramos hambre”, denuncia Bukasa.
Al segundo día, la judoca desistió de competir y huyó del hotel. “Estuve dando vueltas por las calles, pidiendo ayuda a cada persona negra que veía, con la esperanza de que fuera africana”, cuenta. Bukasa fue acogida por una comunidad de congoleños, -en Rio viven cerca de 900 personas nacidas en ese país-, que le abrió las puertas de sus casas y le ayudó a rescatar a su compañero.
“Cuando los entrenadores volvieron al hotel y se dieron cuenta de que ella no estaba, me dijeron que me olvidara, que ya debería estar muerta”, dice Misenga. Pero, al día siguiente, su compañera apareció en la puerta y le convenció para que desertara. “Tenía miedo, claro. Pero Yolande no paraba de decirme: ‘Estás en Brasil, ¿recuerdas? ¡En Brasil! Ésta es nuestra oportunidad.’ Y me fui”, confiesa.
Un día empezaron a caer bombas, había explosiones por todas partes y todo el mundo corría en busca de refugio
Encontraron apoyo en la Asociación Caritas de Rio de Janeiro. Con ellos hicieron todos los trámites para pedir el estatus de refugiado, dieron clases de portugués y recibieron algo de dinero para las primeras semanas. “Llegaron aquí vestidos con con el kimono y la credencial del Mundial en el cuello”, recuerda Thuller con una sonrisa. “Estaban asustados, nos costó mucho trabajo que confiaran en el equipo. Para mí es inimaginable que seres humanos tengan que pasar por todo lo que ellos han pasado. Vivir un conflicto como el del Congo, las atrocidades que han tenido que presenciar, dejar a su familia atrás”.
Huérfanos de la guerra
La suya es una historia de supervivencia. Los dos vivieron de cerca las consecuencias de la guerra del Congo, un conflicto que siembra la violencia y la destrucción en el país hace más de 20 años. Según organizaciones de la ONU, más de 5,4 millones de personas murieron a causa de la guerra y más de 2,7 millones de congoleños tuvieron que dejar sus casas.
Misenga tenía 9 años cuando huyó de Kisangani, en la provincia oriental del país. Su madre había muerto, sus tres hermanos estaban desaparecidos. “Corrí por la floresta, estuve solo durante ocho días hasta que llegué a un pueblo donde las fuerzas del Gobierno estaban llevando a la gente para la capital [Kinsasa]. Y me llevaron a mí también”. Lo mismo pasó con Bukasa: “Un día empezaron a caer bombas, había explosiones por todas partes y todo el mundo corría en busca de refugio. Al día siguiente, un avión militar nos cogió y nos llevó de Bukavu [al este del país] hacia la capital. Desde entonces que no sé nada de mi familia”.
Solos, sin nadie que les cuidara, los huérfanos de la guerra quedaron bajo la responsabilidad del Estado que encaminó a la mayoría hacia el deporte. Vivían donde entrenaban, y el judo les cautivó a los dos. “Nos salvó la vida porque nos permitió estar lejos de la violencia”, recuerda Misenga.
Nos encerraban en una jaula pequeña, donde casi no nos podíamos sentar, y no nos daban más para comer que algo de pan y agua
Sin embargo, las condiciones eran extremadamente duras. Entrenados para ganar, el castigo en caso de derrota era inhumano. “Nos encerraban en una jaula pequeña donde casi no nos podíamos sentar y no nos daban más para comer que algo de pan y agua”. Siempre que perdían, ésta era la punición. Y la escena se hubiera repetido en 2013, de no ser porque los dos huyeron.
Recuperar la esperanza
Cuando el COI les incluyó en su lista, empezaron a entrenar en el Instituto Reação, una ONG del exjudoca olímpico Flávio Canto que promueve la inclusión social y el desarrollo a través del deporte. “Cuando les contamos que había la posibilidad de participar en los JJOO, sus ojos brillaron. Fue la primera vez que les vi realmente felices aquí. Lo que más deseaban era poder volver a practicar su deporte. Yolande siempre decía que el judo era su vida”, cuenta Thuller.
No vienen para vivir de la caridad ni para robar. Quieren trabajar y tener una vida normal, la que tuvieron que abandonar en sus países
Empezaron a entrenar tres veces a la semana. Ahora lo hacen todos los días, dos horas por la tarde. “Cuando llegaron fue difícil. Venían con la idea de que no podían perder, con una mentalidad muy agresiva. El respeto por el otro atleta, los límites, no tenían nada de eso. Iban a por todas, tiraban a los atletas fuera del tatami y llegaron a lesionar a algunos. Hubo incluso rechazo por parte de nuestros deportistas, que no querían entrenar con ellos”, recuerda Geraldo Bernardes, el técnico de ambos. “Pero con el tiempo fueron interiorizando las normas de fairplay. Se dieron cuenta de que, aquí, no tenían que tener miedo, que queríamos que ganaran, pero que no les íbamos a castigar si perdían”.
Allí encontraron un equipo dedicado a entrenarles y hacerles mejorar como atletas. Cuentan con un entrenador, un fisioterapeuta, un psicólogo y un masajista. Tienen derecho a una cesta básica de alimentos y una subvención para el transporte.“Tienen un equipo multidisciplinar que les apoya pero para estar al nivel de unos JJOO hace falta entrenar más, comer mejor… Esperamos que cuando la decisión del COI sea definitiva, puedan tener más medios para mejorar su condición física. Tienen conocimientos de judo y condiciones técnicas para poder competir, pero hay que subir el nivel. Lo ideal sería conseguir financiación para que se pudieran dedicar al deporte en exclusiva”.
Los dos trabajan de lo que surge para conseguir sacar algo de dinero al mes. En la comunidad todos conocen su historia y están cada vez más adaptados. Bukasa aún no tiene casa propia y sigue viviendo en casa de amigos, pero Misenga vive con su pareja, Fabiana –brasileña–, con quien tiene un hijo de un año, Elias. “Es pequeñito y cuando crezca quiero que sepa que su padre fue a unos JJOO”, dice con una sonrisa.
A la espera de la decisión final del COI, Aline Thuller destaca la importancia de estos gestos para “humanizar” a los millones de personas con historias parecidas. “La gente considera a los refugiados pobrecitos o terroristas. Y ellos son simplemente personas. No son un tema en los periódicos, son personas. No vienen para vivir de la caridad ni para robar. Quieren trabajar y tener una vida normal, la que tuvieron que abandonar en sus países”, recalca. “La historia de Popole y Yolande nos ayuda a humanizar a los refugiados, a acercarles más al resto de la gente. Son personas que producen arte, que hacen deporte, que trabajan, que sueñan, que lloran, que ríen, que se emocionan como todos los demás. Su participación es un mensaje para el mundo”.
Todos los días, Popole Misenga y Yolande Bukasa recorren los 30 kilómetros que separan la favela de Bras de Pina y el Instituto Reação. Cogen tres autobuses, tardan cuatro horas en ir y volver con el tráfico demencial de Rio de Janeiro. Imaginan cómo será volver a tener una credencial de atleta en el cuello y pisar el tatami olímpico. “Lucharé por una medalla”, asegura Misenga. “No por mí, sino por todos los refugiados. Quiero ganar por todos nosotros”.