Al igual que otras muchas organizaciones internacionales -y no solo deportivas-, el Comité Olímpico se ha visto envuelto en las últimas décadas en una serie de acontecimientos que han menoscabado profundamente su prestigio. Desde las comisiones y mordidas de la época de Samaranch hasta las designaciones de las últimas sedes, muchas de las decisiones olímpicas se han teñido con la sombra de toda clase de intereses ocultos.
Los Juegos de Río no han cesado de dar quebraderos de cabeza a los responsables del COI. Quienes seguimos de cerca la elección de la ciudad brasileña ya pusimos de manifiesto en su día la irregularidad del proceso. De forma tan extraña como característica, el Comité repescó de forma irregular a Río para la carrera de las ciudades aspirantes en detrimento de Doha, que junto a Chicago, Tokio y Madrid habían obtenido las cuatro mejores evaluaciones del Grupo de Trabajo. La figura de Lula, la atracción de un país amante de la celebración, una economía emergente y, sobre todo, el hecho de que ningún país sudamericano hubiera acogido con anterioridad unos Juegos, convencieron a los rectores olímpicos para actuar contra sus precedentes y seleccionar un proyecto que estaba muy lejos de merecérselo.
Pero de forma paulatina, casi todo lo que resultaba tentador se ha convertido en penitencia: la clase política envuelta en escándalos de corrupción, el frenazo de su economía y las continuas revueltas de una población descontenta dibujan un paisaje lejos del idílico que soñaban los rectores olímpicos. Para terminar con el desaguisado, los atletas se han encontrado con unas instalaciones en un estado impropio, no ya de unos Juegos, sino de cualquier competición organizada por una federación con un mínimo de experiencia. Y me temo que las quejas nos han terminado.
Aún y con todo, el asunto que más ha enturbiado los Juegos a punto de comenzar ha sido el informe McLaren, que ha destapado un sistema de dopaje establecido y encubierto por las autoridades rusas. De forma tan contundente como explícita el director de nuestra agencia antidopaje, Enrique Gómez Bastida, lo exponía en este medio en una entrevista imprescindible que revela toda la verdad sobre el informe McLaren.
A la postre, también en este caso la actuación del COI ha obedecido a criterios espurios en contra de los principios que deberían regir sus actuaciones: ya que existe una agencia mundial antidopaje independiente, la resolución del caso más trascendente que ha tenido entre manos debería haber correspondido a la AMA.
Lo contrario ha supuesto un ataque sin precedentes a la credibilidad del sistema por parte de quien se suponía que había de ser su garante. La consecuencia es que ya no podrá serlo nunca más. La irresponsabilidad de la actuación de los dirigentes del COI va más allá del daño que ha causado a la credibilidad de los Juegos de Río.
Apunta a la necesidad de que estos organismos privados, en tierra de nadie, manejadores de millones de dólares (que es la moneda a la que siempre se refieren) y en cuyas decisiones se encuentra el destino de también millones de deportistas (que parecen importarles menos que los de dólares) son incapaces de comportarse con la honestidad y la transparencia que requieren los tiempos en los que vivimos. Urge una solución: que los gobiernos se pongan en marcha para crear un organismo independiente que controle a los dirigentes de estos organismos internacionales. La tradición y los recursos del deporte mundial están en países democráticos en esencia: la Unión Europea, USA y Australia, fundamentalmente. Basta ya de una aristocracia tiránica incapaz de cumplir sus propias normas.