En Brasil el fútbol tiene que volver al principio. A la fuerza de sus clubes, a la pasión del público, a las calles. La final olímpica debía ser un buen comienzo y no pudo ser más apasionante, ni contar con un capitán más adecuado: Neymar. El delantero del Barcelona se convirtió en héroe, primero a los 10 minutos, después en una tanda de penaltis agónica que resucitó todos los fantasmas de Maracaná y de la canarinha para matarlos de una plumazo y darle a Río 2016, a Brasil, el éxito que necesitaba.
Los finalistas dedicaron los diez primeros minutos a observarse de arriba a abajo, sin confiar demasiado en las palabras bonitas. De pronto acabaron los miramientos: una rosca al larguero de Julian Brandt tras buen recorte de Serge Gnabry silenció a Maracanã como solo le silencian los grandes. Y se terminó la introducción de esta historia para no dormir. Comenzaba lo bueno.
El nudo, el argumento, tomaba vida justo ahí. Tres minutos después, el que llegó desatado fue el ataque brasileño, con una jugada finalizada por Luan que fue interceptada por la defensa alemana antes de llegar a buen puerto.
El intercambio de golpes desembocó en el golpe franco de todos los tiempos, de todas las finales olímpicas, en el minuto 26, obra de Neymar. Capaz de instalar la pelota en la espalda del guardameta Horn, tras golpear en la madera, junto a la escuadra. Neymar dedicó la celebración a Bolt, que estaba en la grada. Son dos rayos, dos de las estrellas de estos Juegos Olímpicos.
Inmediatamente llegó el acoso y derribo alemán, con una respuesta de campeón. Un malentendido terminó de nuevo en el larguero, con Sven Bender amenazando la integridad de Weverton. Un par de ataques después llegó un nuevo remate al travesaño, y las malas lenguas ya recordaban en voz baja que el marcador podía ir a esas alturas 1-3, pero eso es como nombrar al demonio.
Tras el parón, Alemania se vio obligada a enseñar los dientes. Davie Selke aumentó la agresividad en ataque, y Lars Bender en el medio. De alguna manera tenían que dar a vuelta a la derrota provisional que les alejaba del ojo.
Renato Augusto, perdido en el fútbol chino tras triunfar en Cortinthians, llegó a esta final en una progresión admirable durante el torneo, y a partir del minuto 50 se dio cuenta de que sus delanteros, el partido y su país le necesitaban. El empuje de Alemania comenzaba a ser asfixiante.
Y lo que tenía que pasar, pasó. En el minuto 59 un fallo en la salida de balón condenó a Brasil –merecidamente teniendo en cuenta las oportunidades acumuladas por Alemania– a un final de partido traumático. Todo comenzó y terminó en Max Meyer. El centrocampista del Schalke 04 –una docena de goles en las últimas dos temporadas con el club de Gelsenkirchen– hirió gravemente a la canarinha rematando una avalancha de pases vertiginosos. Era el primer gol encajado por Brasil en todo el torneo.
Lo más esperado, el desenlace, se escribiría con la inevitable épica que exige el templo del fútbol. Pedía prórroga y la encontró. Nada consiguió Gabriel Jesús, que se quedó a centímetros de volver a adelantar a los anfitriones solo cinco minutos después preparando los corazones de la torcida para unos últimos minutos de pánico. Nada consiguió Rogério Micale, instantes después, retirando a Gabigol, muy impreciso durante todo el encuentro, para dar entrada a Felipe Ánderson, esperando reactivar una maquinaria enquistada.
En la prórroga, el seleccionador brasileño lo apostó todo por Rafinha Alcántara, que sustituyó a un agotado Gabriel Jesús. Brasil no conseguía rematar las contras que se estaba encontrando por el camino, pero parecía haberse recuperado bien del shock del empate. Sin embargo, Brandt, el mismo que firmó el primer remate al larguero de Alemania, pudo firmar uno de los goles del año con una volea que gracias a los rezos brasileños se perdió por el camino.
Ya en el segundo tiempo de la prórroga, cuando la barrera psicológica de los cien minutos va sabiendo a penaltis, Neymar encontró al fondo de un hueco a Felipe Ánderson –buenos minutos los suyos, rindiendo mejor saliendo desde el banquillo–, que no pudo superar a Horn. Neymar cojeaba, estaba casi k.o., y eso sí que acercaba a la selección brasileña a otra gran decepción. Sin embargo, el gran jefe aguantó. Y todo se resolvería desde los once metros.
En la tanda de penaltis, Ginter convirtió el primero para Alemania y Renato Augusto para Brasil. Gnabry hizo el segundo para los alemanes y Marquinhos para los brasileños. Brandt firmó el tercero para Alemania y Rafinha para Brasil. Suele no falló en el cuarto penalti de los alemanes, ni Luan en el cuarto intento de los locales, llevando el empate hasta el final. Entonces erró Petersen –paró Weverton–, pero no Neymar.
Antes de esta final, solo tres selecciones anfitrionas habían conseguido guardar la medalla de oro del torneo de fútbol masculino en su casa: Gran Bretaña en Londres en 1908, Bélgica en Amberes en 1920 y España en Barcelona en 1992. Brasil era, además, la única selección campeona del mundo –y además la más laureada– que nunca había sido campeona olímpica. Ahora forma parte también de esos dos grupos. Y esta generación puede reiniciar el fútbol en Brasil.