Ídolos en la Fórmula 1 hay muchos, pilotos que arrastran millones de fans y garanticen audiencias récord caben en la palma de la mano, pero pilotos capaces de irradiar una imagen que no deja indiferente a nadie llegando incluso al público ajeno a la F1 sólo hay uno. Lo dijo hasta Bernie Ecclestone, que ha conocido y lidiado con prácticamente todos los pilotos más grandes de la historia, cuando afirma que es el “mejor campeón que ha tenido en mucho, mucho tiempo”.
Lewis Hamilton ha ganado este domingo su cuarto Mundial de Fórmula 1 (2008, 2014, 2015 y 2017), alcanzando así a su rival directo este año, Sebastian Vettel, y a Alain Prost. Su noveno puesto en el GP de México, sumado a la cuarta posición de Vettel, su rival por el Mundial, ha consagrado al británico, una figura ya internacional convertida en una gran estrella mediática que no sólo luce por sus méritos en la pista.
Capaz de adquirir un Dalí que no ve desde que hace tres años lo puso bajo custodia en un almacén, de sorprender con un Ferrari como fondo de pantalla de su móvil -él pilota para Mercedes-, o de participar en el diseño de una supermoto conjuntamente con MV Augusta. Los triunfos sobre la pista han permitido a Lewis Hamilton mantener su ritmo de vida privado sin que le pase factura a nivel deportivo.
El otro lado del campeón
Hamilton no se esconde. Su vida es un libro abierto incluso apara aquellos que viven alejados de las redes sociales. Basta echar un vistazo a su página web para descubrir una vida que muchos califican de excesos y opulencia de nuevo rico.
Para el cuatro veces campeón del mundo, cada foto, cada fiesta, cada evento, cada visita a una galería de arte o cada canción es un momento para recompensar una vida de entrega al mundo de la competición. De la pista está recogiendo los mejores momentos que el dinero y la fama pueden proporcionar. Así es como llena su existencia con todo aquello que se le antoja sin desperdiciar un minuto de una vida que desde los cinco años se ha mantenido al trepidante ritmo de una competición a la que “he dado mi sangre, sudor y lágrimas”.
El jovencito que con siete años ganaba a los mayores del British Radio Car Association en los campeonatos nacionales de coches teledirigidos tenía claro dónde quería llegar y con sólo diez añitos se acercó a un tal Ron Dennis saludándole con un "Hola, soy Lewis Hamilton, gané el campeonato británico y un día quiero pilotar sus coches”.
Hamilton habita ya en el pedestal del éxito, ese al que se accede tras batirse con los mejores desde que debutó con Fernando Alonso como compañero de equipo para empatar con él a puntos al final de una temporada en la que sólo Kimi Räikkönen le superó. ¡Y por un punto!
El británico, hijo de inmigrantes de la isla de Granada, protagoniza su propio show dentro y fuera del Gran Circo. Capaz de abandonar el palco del All England Club, el más selecto y exclusivo del mundo, durante la final de Wimbledon antes que doblegarse a las imposiciones estéticas del torneo, Hamilton ha llegado a un momento de su vida donde ya no trata de complacer a otras personas y “es libre de hacer lo que quiera y expresarse como guste”.
Su show rompe las fronteras de la Fórmula 1 y se expande a los terrenos de la beautiful people de todo el mundo. Bernie Ecclestone, el gran patrón del negocio, es consciente de ello y tan sólo lamenta que su compatriota no sea musulmán, hecho que le permitiría conquistar un mercado aún más amplio del que ya domina.
La etapa de libertad que está viviendo el británico es un filón para los medios y también para el espectáculo. En medio de una hiperprofesionalización desmedida, donde el peso, forma o material seleccionado para el más simple tornillo es estudiado hasta la extenuación, en un campeonato donde los pilotos están cada día más cerca de ser robots a quienes se les pide casi cinco masters para poder sentarse con ingenieros que son la élite de sus especialidades a nivel mundial, contar con un piloto que rompe el molde no tiene precio.
El piloto inglés sabe compaginar la ‘esclavitud’ de la F1 con el ocio que la fama y los contratos millonarios le proporcionan a los 31 años como nadie. A quien arriesga su vida a más de 300 Km/h, el desafío de chaquetas y corbatas de Wimbledon es algo tan simple como doblar a sus rivales en pista. Esta fuerza y convicción en sí mismo es la que le da energía para sorprender a propios y extraños presentándose en el paddock de Bahrain vestido de blanco con un traje regional completo con turbante como si de un sheikh más se tratara. Eso sí, dejando su firma personal al lucir un gran collar de oro del que colgaba la imagen de Cristo.
De hecho, la vida de Lewis Hamilton tras sus cuatro mundiales transcurre de una forma muy diferente a la de sus compañeros. Él se enfrenta a la competición de otro modo. Antes de llegar a Australia en 2016, por ejemplo, el británico hizo un alto en el camino para divertirse en Nueva Zelanda lanzando bolas de golf biodegradables desde la cima de una montaña.
Con un ritmo de vida donde no se pierde una, no es de extrañar que los Estados Unidos, país amante de las excentricidades y las grandes estrellas, acoja al único piloto de la F1 que ejerce como tal abriéndole las puertas del evento que define el concepto de espectáculo: la SuperBowl.
Durante la última cita, el tricampeón ha sido omnipresente en los palcos donde se abarrotaban las estrellas de la moda, el deporte, los negocios y el espectáculo, dejando un reguero de fotos en las redes sociales donde no faltaban genios del Hip-Hop como Jay Z, modelos como Adriana Lima y Alessandra Ambrosio o cantantes como Alicia Keys. Entre tanta celebrity, el campeón encontró el tiempo hasta para charlar y divertirse con su compatriota David Beckham.
Pero la SuperBowl tan sólo fue un aperitivo para Hamilton, quien terminó casi de maestro de ceremonias subido en la cabina junto a DJ Khaled dirigiendo el afterparty en el famoso Club Verso de San Francisco, algo habitual en él cuando emerge del cockpit para reinar en los clubs más selectos junto a los mejores DJ’s del momento. Así retransmite su vida en directo. Como cuando anunciaba a la Gran Manzana: “!New York City! !Estoy en el metro!”, junto a una imagen que mostraba a un Hamilton que había dejado atrás el turbante de Oriente Medio por la ropa urbana de Manhattan.
Un cambio radical no sólo de vestuario, sino de medio de transporte. En noviembre de 2015 fue grabado a bordo de su flamante La Ferrari, el coche de calle de Maranello de 1.100.000 euros del que sólo se construyeron 499 unidades, en su llegada a un baile de caridad.
Con sus zapatillas arcoíris, Hamilton ratificaba la seguridad en sí mismo de la que tanto hace gala cuando rechaza las ‘sugerencias’ de coaching para mejorar las salidas de los pilotos de Mercedes. Para el campeón “los que están en el cockpit deben seguir sus instintos en la parrilla”.
Lewis Hamilton ha roto el molde de los pilotos modernos evocando estilos de vida que han dejado huella en la historia de la Fórmula 1, no exenta de vidas excéntricas, playboys y personajes que han dado carácter al pitlane. Bajo un karma que se repite siempre que se le pregunta sobre su vida extradeportiva -“No me distrae lo que dicen de mí porque en realidad sé que no sirve para nada”- se desmarca de las repetidas comparaciones con James Hunt, quién sabe si por las innumerables historias que Niki Lauda le puede contar.
Hamilton huye de las comparaciones -“En lo que a mí respecta me siento yo mismo”- y responde a quien le pregunta a quién se parece con un “quizás en el futuro alguno se parecerá a mí”.
Cuando le preguntan si es una estrella, Hamilton simplemente contesta: “Me gusta divertirme y disfrutar esta oportunidad maravillosa para la que mi familia ha trabajado tanto. No quiero tomar todo como si fuera una lección de un libro. Hay que apreciar las cosas, cometer errores y aprender de ellos. Gastar un poco de dinero, ahorrar un poco de dinero, salir, ir al cine, entrenarse y trabajar duro encontrando el punto de equilibrio preciso”.
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