Casi al mismo tiempo que Mascherano se acordaba de la hermana del linier que arbitró el partido contra el Eibar, los Pumas cantaban su himno con lágrimas y emoción contenidas en los prolegómenos de su partido contra Australia. En el bando contrario, su ex compañero Mario Ledesma, hogaño ayudante del cuerpo técnico rival, de pie entre el resto de los entrenadores australianos, se sumaba a las miles de voces argentinas presentes en el majestuoso estadio de Twickenham. Luego, los Pumas batallarían sin fin, todos a una, dejándose hasta el último aliento en un frustrado intento de llegar a la final de la Copa del Mundo de rugby. Las imágenes de su derrota, llorando, abrazándose y musitando palabras de consuelo fueron tan emocionantes como el despliegue físico que hicieron durante el partido.
La diferencia entre los dos ejemplos es tan descorazonadora que el domingo por la noche uno se preguntaba cómo era posible que estos dos deportes tengan su origen en el mismo juego y hayan tenido un desarrollo tan diferente. La respuesta me la dio en unas horas después el presidente de la Liga Profesional, Javier Tebas, con unas declaraciones pervertidoras en las que excusaba los insultos del futbolista argentino al tiempo que indicaba que lamentaría su hipotética ausencia en el Clásico. Unas palabras tan fuera de lugar como irresponsables. En lugar de proponer un castigo ejemplar por faltar el respeto a un juez del encuentro, trivializó un comportamiento inaceptable. Me cuesta comprender que no se entienda el germen de violencia que habita en los insultos, el primer paso para que de la falta de respeto se pase a las agresiones físicas. Por desgracia todos tenemos en mente las demasiadas que suceden en los campos de fútbol de todas las categorías. Y peor aún, fuera de los estadios.
Pero no es el único al que no le importa el deporte. El director general de Dorna, de cuyo nombre no quiero acordarme, uno de los directores de carrera en Sepang, se manifestaba en términos parecidos. O quizá peores. Al menos, Tebas reconoce lo que pasó, pero le quita importancia. Pero negar que Rossi le propinó un puntapié a Márquez supone una desfachatez descomunal. Las declaraciones de este personaje en la radio, con voz compungida y tono de víctima, hieren la sensibilidad de cualquiera que la posea en grado mínimo. Después de escuchar cómo excusaba la actitud del piloto italiano, ya tengo claro cuál va a ser la táctica de Rossi: esperar tranquilamente a que se acerque Lorenzo para doblarlo y aplicar una de Karate kid.
Las posturas en esta polémica están dejando a las claras por donde van los tiros, aunque yo sigo sin ninguna duda: la rigidez de los miembros del equipo de Rossi, enfocados por las cámaras tras el puntapié, revelaban la trascendencia del mayúsculo error de su piloto. Tras las críticas iniciales, muchos italianos parecen comulgar con la versión de las ruedas de molino de su ídolo. Hasta los políticos-el primer ministro y el presidente del Comité Olímpico italiano-están metiendo la pata, como hicieran Rajoy y Zapatero con Contador en su causa contra el dopaje, un apoyo tan fuera de lugar como perjudicial para el ciclista.
Eso sí, el mayor amparo lo está recibiendo de los dueños del negocio, traicionados por su ambición y cobardía. Una última carrera con el título mundial en juego y una audiencia millonaria es para ellos un botín de un valor extraordinario al que no están dispuestos a renunciar. Desde luego mucho mayor que el de la deportividad y el juego limpio. Pues conmigo que no cuenten. Por esta vez, y bien que lo siento por los pilotos españoles, me abstendré de ver la carrera. No quiero dar de comer a la bestia.