El 23 de mayo se cumplen diez años de cinco detenciones fruto de una investigación policial cuyo nombre sería conocido en poco tiempo en el deporte mundial: la Operación Puerto. Por desgracia, lo que se celebró como un gran éxito de la lucha contra el dopaje se convertiría con el paso del tiempo en una de las historias más oscuras del deporte español y, sin duda, la que más ha dañado nuestro prestigio.
La causa fundamental tuvo que ver con la escasa voluntad de nuestra clase política de afrontar un problema cuya dimensión-además- no supo calibrar y cuya solución requería una reforma legal profunda de nuestro ordenamiento jurídico. En lugar de ello, se dedicaron a fabricar eslóganes electoralistas que lo único que consiguieron fue narcotizar la conciencia colectiva, que llegó a creer, en una gran mayoría, que en España había “tolerancia cero” contra el dopaje.
La lenidad del sistema punitivo español, junto a cierta tendencia de los responsables del deporte a mirar hacia otro lado, condujo al hecho, absolutamente vergonzoso, de que mientras las estrellas extranjeras como Ulrich y Basso eran castigadas en sus países de origen, a Valverde lo tuvo que sancionar el CONI (Comité Olímpico Italiano).
Más sangrante aún, por el daño que fue añadiendo sobre la imagen del deporte español fuera de nuestras fronteras, fue la actitud de los deportistas españoles durante el juicio. Mientras que algunos de los implicados extranjeros reconocieron los hechos, revelaron los métodos e identificaron a los culpables, los de aquí declararon que el doctor Fuentes sólo les prescribía planes de entrenamiento y dietas para optimizarlo. Una extraña dualidad de funciones del médico según la nacionalidad del cliente, y que tampoco cuadraba con los alias de muchas bolsas de sangre, coincidentes con el nombre de las mascotas de los españoles.
Entre el embrollo legal y tanta ambigüedad política, la mayoría de los medios de comunicación no terminaban por aclararse. Lo que junto a esa tendencia tan española de protegernos de las críticas del exterior acusándolas de ser una venganza producto de la envidia que les provocan nuestras inigualables condiciones -en este caso los éxitos de nuestros deportistas-, condujeron a la opinión pública hacia la teoría de la conspiración celosa. El panorama que arrojó una densa y sospechosa sombra sobre todo el deporte español estaba completo.
Claro que, como suele ocurrir, estas situaciones se analizan mejor cuando te alejas del foco. Bastaba cruzar los Pirineos y entrar en contacto con los deportistas y medios del resto de Europa para darse cuenta de que lo que estaba sucediendo era demoledor para la reputación española. Como para no levantar suspicacias en el exterior. Operaciones que señalan a extranjeros pero no a los nuestros, deportistas que se escaquean, políticos que no actúan y una opinión pública benevolente con los pocos sancionados. Y justo en unos años en los que, casi de repente, habíamos pasado de la clase media a jugar la Champions, y además, la ganábamos. Demasiadas coincidencias.
Quizá el mejor ejemplo del efecto nefasto de la credibilidad de nuestro sistema antidopaje sobre todo el deporte español son las dudas injustas que se han vertido sobre nuestro buque insignia Rafael Nadal. Y que explican la frialdad con la que siempre le ha recibido el público francés y las inaceptables declaraciones de su ex ministra lenguaraz. Éstas han sido las consecuencias de una política inadecuada y de una actitud viciada de parte de nuestro deporte, que ha terminado por ponerle en tela de juicio del todo.
Por fortuna, el trabajo de nuestra agencia antidopaje en los últimos tiempos y la aparición en los medios de un gran número de deportistas están cambiando la percepción de nuestra sociedad acerca de este problema que acecha al deporte mundial. El paso definitivo para restaurar nuestro prestigio sería que se permitiese la identificación de unas bolsas de sangre que todavía hoy, diez años después, permanecen en el limbo de nuestro sistema judicial.