La celeridad del mundo en el que vivimos nos sume en contradicciones evidentes sin que apenas reparemos en ellas. Mientras reclamamos responsabilidad a la clase política, apelamos a los valores como fuente de comportamiento y exigimos una mayor participación en la vida pública -lo que implicaría potenciar la reflexión y la crítica-, la ética tiene una presencia residual en nuestras escuelas y los planes de reorganización universitaria amenazan con suprimir las facultades de filosofía, sin que a los ciudadanos parezca importarnos un ardite.
Algo parecido ocurre con el atletismo, la base de la mayoría de deportes. El rey de los juegos olímpicos sufre una crisis en todo el planeta, presionado por la pujanza de las ligas profesionales estadounidenses a un lado del Atlántico y por el poderío del fútbol en el resto del mundo. El deporte profesional está cada vez más en manos de los criterios mercantilistas de la mercadotecnia con los que no parecen concordar el atletismo, que ha caído en desgracia entre los cerebros de la comunicación que lo consideran demasiado lento para los gustos modernos del espectador.
A mí me parece lo contrario. Un deporte ceremonioso en el que se presenta a todos los competidores y en el que el ritual de la victoria es emocionante y contenido: al son de las melodías de Haydn, Händel o Alexandrov, o de los versos de La Marsellesa o de El canto de los italianos, los atletas reciben las medallas conmovidos por el logro de una meta que les ha significado incontables horas de esfuerzo. Sin confeti ni canciones gastadas, pero con el profundo respeto de todos los que asisten a la ceremonia.
Uno ha tenido la suerte de ver en directo finales del Mundial, de la copa de Europa y olímpicas de fútbol, baloncesto y otros deportes. He estado en Twickenham viendo a Nueva Zelanda, en los puertos de los Pirineos, en la Ryder Cup y en las finales de la Copa Davis y de Roland Garros. Hasta en la final del deporte nacional de Irlanda, el fútbol gaélico, una muestra incomparable de tradición y del significado que un juego puede tener para un pueblo. Y desde luego, que para gustos están los colores, pero para el mío nada comparable con una tarde en el estadio olímpico en el que se mezcla la solemnidad con los estallidos de emoción que duran segundos y permanecen para siempre.
Como el de Bruno Hortelano, que duró algo más de veinte segundos pero ha resonado en todos los rincones de España. Quizá por pisar un terreno todavía ajeno a los deportistas españoles, el podio de la velocidad, la victoria del velocista ha llamado la atención de los aficionados y de los medios. Alguno hasta lo ha comparado con los pioneros Santana, Nieto, Ballesteros y Alonso, lo que me parece excesivo.
La marca de Hortelano le sitúa entre los mejores del continente, pero le falta un peldaño para situarse en la élite mundial. Pero eso ahora no importa tanto. Una nueva generación de atletas ha tomado el relevo de manos de Ruth Beitia, brillante campeona de Europa por tercera vez. (Y que, por cierto, habrá de saltar un poco más si quiere lograr una medalla en los Juegos de Río). Sergio Fernández, Toni Abadía y David Bustos, junto a Eusebio Cáceres y Pablo Torrijos, entre otros, configuran una esperanzadora promoción de atletas de la que espero muchas jornadas de emoción que eviten que la grandeza del atletismo caiga en el olvido.