Pedidos, encargos, cierres y obligaciones; plazos, prisas, exigencias y reuniones; ojos moribundos, pupilas enrojecidas, mal humor y estrés. Trabajo, trabajo y más trabajo. Fuera del gimnasio Brooklyn, en un polígono industrial, empresas, coches y humo. Dentro, abiertas las puertas, suena música y se escucha el impacto de puños mansos listos para darle al play. Los sacos, entre bostezos de aburrimiento, esperan la hora en que los saquen a bailar. Pero, cuando suena la música, ya no hay quien pare este rock and roll de versos al aire. Los cuerpos se mueven para un lado y para otro; por aquí y por allá. Hay fintas, pasos, golpes y alguna sonrisa. Boxeo, sin más. Jazz sin instrumentos.
La puerta está abierta. A la derecha, en lo alto, el ring; a la izquierda, hileras de sacos. Instrucciones, cumplimiento y aprendizaje. Son las 14:00 horas y la clase de fitboxing –modalidad en la que se practica el golpe sobre el saco- ya ha dado comienzo. Al fondo, el exboxeador profesional Manel Berdonce, ‘El tigre de Tetuán’, recibe a EL ESPAÑOL. Viste camiseta corporativa y departe sobre el último combate de Mayweather con empresarios, ejecutivos y trabajadores de grandes compañías que esperan su turno. Al principio, trajes impolutos, corbatas bien planchadas y camisas sin arrugas; al final, vendas tiradas por el suelo, guantes, sudores y heridas vitales curadas entre cuerdas.
Manel conoce el ritual. Ha sido todo a nivel nacional: campeón de España nueve años seguidos, campeón del mundo hispano, nº1 de Europa y del mundo, aspirante al título Europeo y Mundial, seleccionador nacional –consiguió 100 medallas internacionales y la clasificación por primera vez en la historia de dos boxeadores a los Juegos de Londres 2012– y suma y sigue. Tiene 47 años –“aunque aparente 46”, bromea– y ahora se dedica a dar clases a boxeadores no profesionales. Los sube al ring, les enseña los fundamentos y disfruta. “Sin contacto, sacamos todos los beneficios: táctica, desplazamientos y muchas otras cosas”, aclara.
Biólogos, químicos, ingenieros, informáticos, directivos… todos se reúnen en torno al ring, su mesa redonda del mediodía en cualquier rutinaria jornada de trabajo. “Tienen una hora para comer y dejan de hacerlo para venirse aquí a entrenar”, reconoce Manel, reacio en un primer momento a ejercer de profesor: “Yo, al principio, no quería dar clases, pero las demandaban y me puse con ello. Comencé poco a poco y ya llevo algo más de año y medio. Y la verdad, he descubierto a gente fantástica y maravillosa, con un afán de superación como si fueran verdaderos profesionales”.
La mayoría de los que acuden son alumnos tardíos, personas que nunca se atrevieron a dar un golpe o aficionados que jamás probaron a colocarse los guantes –con excepciones, claro–. En Brooklyn hay un total de 400 apuntados a fitboxing y 70 a boxeo. Todos, de una u otra forma, nuevos en el mundillo, casuales alumnos de un maestro que les enseña el método sin exponerles a ninguna lucha. “Hay una estadística que dice que el boxeo es de los deportes menos lesivos que hay. La gente que dice que es violento es porque no lo conoce”, confiesa Manel antes del comienzo de la clase.
SUENA LA CAMPANILLA
Su caso, sin embargo, no es único. Cada vez más mujeres optan por entrar, de una u otra forma, en el mundo del boxeo. “Hay clases en las que son más ellas que ellos”, puntualiza Manel. Y Mariluz, encantada, mientras hace fintas y esquiva golpes de su pareja de baile, no duda: “No podría vivir sin ello. Yo nunca he sido deportista, pero con esto disfruto, desconecto de los problemas de la casa y del trabajo”, termina antes de echar a correr, de nuevo, para comparecer en la oficina y enfrentarse a otra lucha.
Manel da instrucciones y David Criado, operador de telecomunicaciones y veterano en estas lides, corrige los movimientos. Natural de Córdoba, lleva cinco años haciendo boxeo y es el que pauta las clases, en las que se realizan todo tipo de ejercicios: estiramientos, calentamiento, movimientos y fintas con pareja... “Sirve, por ejemplo, para tener confianza en uno mismo. A la hora de trabajar en empresas o tener que negociar, ayuda mucho”, sentencia.
Una reflexión que comparten otros tantos, como Francisco Javier Borja, natural de Madrid y directivo de una marca de coches. A sus 45 años, él había hecho de todo: kárate, taekwondo, running, fútbol… Hasta hace un año. Entonces, casi sin querer, descubrió el boxeo. “Siempre me había llamado la atención y he descubierto que es el deporte de mi vida”, confiesa. Y apuntilla: “Además, para un trabajo en el que estás sometido a mucha presión y tienes mucha responsabilidad es fundamental”.
Bajos, altos, estilizados, con barriguita, abdominales… da igual. No paran. Escuchan, acatan y corrigen movimientos. O, como Javier del Portillo, trabajador de banca y natural de Bilbao, ya no necesitan a casi nadie para practicarlo. “Cuando te das cuenta estás haciendo fintas y movimientos sin darte cuenta. Acabas disfrutando tú solo, haciendo sombra incluso”, reconoce antes del final.
Ha llegado la hora, terminó la clase. Todos, sin excepción, chocan los guantes antes de volver a colocarse el traje. Se despiden del ring, entonan un hasta luego y la sala enmudece. Toca quitarse los guantes, colocarse la corbata y salir por esa puerta. Y allí, sin contar los días, “hacer que los días cuenten” –Muhammad Ali– y, como exige el exterior, volver a la lucha. Al fin y al cabo, “el boxeo es realmente fácil. La vida, en cambio, es mucho más dura”. Palabra del maestro Mayweather.