Las piernas ya no están tan ágiles y fibrosas como antaño; las articulaciones duelen —“lo de la cadera es horrible, eh”—, pero la memoria se mantiene intacta: las marcas, los tiempos y los campeonatos se rememoran con una precisión asombrosa; las anécdotas y aventuras permanecen vívidas cuando en muchos casos se remontan a hace más de cinco décadas. Los abrazos entre ellos emocionan, el cachondeo, también —"¡Pero si estás hecho un chaval!"—; es todo lo que ha unido el atletismo. Son los veteranos de los saltos, las carreras, los lanzamientos, y se han citado en una mañana de sol radiante para inaugurar el busto de un amigo que ya no está, un compañero de todas esas batallas. La reunión es el homenaje total a un atleta admirado, una figura del deporte y la cultura española que marcó época y ya es eterno.
Miguel de la Quadra-Salcedo fue un hombre inquieto, un personaje multifacético, un todoterreno: reportero de guerra, presentador de televisión, educador, aventurero, explorador, escritor, fundador de la Ruta Quetzal y, sobre todo, atleta. Falleció un día como hoy hace dos años pero su legado se sigue agigantando con un logro que parecía conducir inevitablemente al pasado, a las fotografías en blanco y negro: revivir el atletismo de competición en la emblemática pista de ceniza de la Ciudad Universitaria de Madrid, construida en tiempos de la II República.
Allí, al inventor del lanzamiento de jabalina a la española —en 1956 pulverizó en 10 metros el récord mundial pero con un estilo tan peligroso que la IAAF nunca lo homologó—, se le ha querido rendir este sábado un último homenaje con la inauguración de su monumento, una escultura de bronce policromado diseñada por Víctor Ochoa. El proyecto ha estado coordinado por la Universidad Complutense y la Asociación Española de Estadísticos de Atletismo (AEEA), los que realmente han puesto todo su empeño para hacer real el tributo a Miguel de la Quadra, y ha estado financiado a través de un crowdfunding en el que han colaborado más de 350 mecenas.
En esa misma pista donde se le inmortalizó como al discóbolo de Mirón ha vuelto a sonar la campana de la última vuelta, el disparo de la salida. Y allí se han reunido sus amigos, sus compañeros, los históricos del atletismo español, como Jorge González Amo, mediofondista olímpico en México 68 y el español más rápido de la historia en 1.500 sobre ceniza, o el reverendo Areta, también tres veces olímpico en saltos horizontales. E históricas de la talla de Blanca Miret, que posee varias plusmarcas de la instalación. Todos repetían lo mismo: qué bonito es volver a ver esta pista con las calles pintadas; y todos completaron un último 100m en honor a Miguel, “el gran Miguel, el número uno”, como dijo su hermano Estanislao, con quien se plantó en los Juegos Olímpicos de Roma 1960 en una Vespa.
No fue una mañana cualquiera, un reencuentro más. La ilusión que sienten por su deporte todos estos atletas veteranos no ha decaído con el paso del tiempo. Algunos han desempolvado las zapatillas de clavos más de 50 años después; otros, como Armando Roca, han vuelto a correr —y de qué forma— sobre la ceniza en la que pulverizaban récords a mitad del siglo XX. Él, en 1959, fue el primer español en marcar 10.6s en los cien metros. Hoy, a los 83 años y con un físico envidiable, sprintó como si se estuviese jugando una medalla en un campeonato internacional. Luego se colgó al cuello, orgulloso, una de las primeras medalla que ganó. “Es eterna”, reveló con una sonrisa cómplice. Qué ejemplo, cuánta admiración.
“Lo que me mantiene en forma es el cariño de la gente, que los jóvenes me venga a hablar. ¿Tú has estado alguna vez enamorado? Pues yo es como si lo estuviera del atletismo”, decía Armando después de competir, de volver a sentirse atleta. Él entrenaba dos días a la semana —“no como ahora, que todo ha cambiado mucho”— mientras estudiaba para ser arquitecto. Escucharle es un regalo, una lección de vida: “A medida que te vas haciendo mayor te emocionas con unas cosas, como la de hoy, que antes no sabías valorar. Siempre hay que mantener la ilusión y mostrarse agradecido”.
Su amigo Miguel, a quien llevaba impreso en la camiseta, cubrió la Guerra de Vietnam y otros muchos conflictos bélicos, el golpe de Estado de Pinochet, recorrió la selva amazónica de esquina a esquina, pisó los cinco continentes y entrevistó a personajes como Fidel Castro. Fue el aventurero del bigote frondoso, un mito que ya tiene su monumento, su reconocimiento global. Si se ha colocado en la pista de Ciudad Universitaria, la misma en donde depuró su técnica de lanzamiento y se dio a conocer al mundo, es para no olvidar nunca su dimensión como deportista; pero también es un agasajo, un recuerdo, para toda esa generación de atletas irrepetibles que compartió pasión con Miguel.