Ahí estaba Bernardino Lombao todas las tardes, en el pasillo de longitud del módulo de la Blume, siempre corriendo con unas zapatillas de clavos curtidas por infinitas zancadas y enfundado en la equipación de la Selección española. Tenía los modelos de todas las temporadas. Había días que el calor apretaba y entrenaba sin camiseta, con su musculado torso de atleta de 75 años al aire; pero lo que nunca faltaba en su atuendo era esa cinta blanca que iba a juego con su icónico bigote canoso y que se ataba en la frente, más como el símbolo de otra generación de deportistas a la que pertenecía, la de los pioneros, la de la vieja escuela, que para sujetarle el pelo.
Aterrizaba en la arena del foso con la energía de un junior, con la misma entrega de un saltador que se exprime por llegar un centímetro más lejos. También corría por ese pasillo, con su respiración acelerada y sus exhalaciones fugaces, empuñando sus pértigas duras y antiguas, hechas de bambú y no de fibra de vidrio como las de ahora. El grupo de saltadores de altura de Arturo Ortiz, el plusmarquista español (2,34m), empezábamos a entrenar a las 16 horas. Bernardino, siempre sudado y exhausto, estaba terminando. Aunque solo fuesen cinco minutos, contemplarle era el mejor calentamiento de la motivación. Una de las imágenes más asombrosas que me ha legado el atletismo.
Bernardino Lombao (Ribas de Sil, Lugo, 1938) era un tipo risueño, siempre agradable y sonriente, un showman del tartán y del deporte. Una leyenda. Atleta, entrenador, preparador físico, jugador de balonmano, presentador de programas de televisión... Un hombre polifacético, de la escuela de su amigo Miguel de la Quadra-Salcedo, de los que se forjaron en las pistas de ceniza. Falleció esta madrugada a los 81 años de coronavirus en Boadilla del Monte, Madrid, pero como dice el estadístico Miguel Calvo, seguro que ya está de nuevo con su colega poniéndolo todo patas arriba.
Vallista, pertiguista y decatleta fue un habitual de los podios de los Campeonatos de España a finales de la década de los 50 y principios de los 60 e internacional en varias ocasiones. Durante un par de temporadas, jugó en el equipo de balonmano del Atlético de Madrid. Su currículum lo engrosó hasta fechas recientes con títulos nacionales y medallas mundialistas en atletismo en categoría máster. Como entrenador, además de forjar a algunas de las grandes estrellas del siglo pasado, fue uno de los grandes artífices del regreso del atletismo femenino en España en 1963 tras casi tres décadas de ostracismo: convenció a Pilar Primo de Rivera para que levantase la prohibición que imperaba desde el término de la Guerra Civil y diseñó el primer pantalón femenino que se vendió en España.
Pero las anécdotas son el mejor termómetro para conocer a un hombre que vivió la vida a tope, que creía en el talento pero que apostó por el sudor, por el sacrificio en cada minuto de entrenamiento para poder correr una décima más rápido, para que Iturriaga, Romay, Villacampa, Laso —jugadores a los que ayudó a mejorar sus físicos y ahora le lloran— cogiesen el balón de baloncesto un centímetro más arriba. Porque no solo fue el preparador de grandes atletas como Pipe Areta, José Luis Martínez, Joaquín Sánchez, Icíar Martínez o Rafael Blanquer, también de los gigantones que destacaron en el deporte de la canasta.
Bernardino Lombao, Nardo, como se le conocía en el mundo del atletismo, casado con Pilar Pardo, plusmarquista nacional de jabalina, y padre de cinco hijos, tenía una curiosa tradición en el día de su cumpleaños: tirarse desde el tejado de su casa a la piscina. Era un personaje arrollador, más aventurero que hombre de la modernidad, pero recordado por todos con cariño. En su biografía también sobresalen episodios picarescos: en los Juegos Olímpicos de Barcelona 92 despertaba a las chicas del equipo de baloncesto lanzando bolas de golf a las ventanas, y no precisamente con la mano, sino con un palo. Hay testigos de la gesta.
A pesar de ser un rostro conocido de la televisión —Bernardino creó y presentó numerosos programas como Objetivo 92, Escuela del deporte o El sueño olímpico, además de escribir otros tantos libros, como Entrenar el cuerpo, mejorar la vida o Revitalización: una vida sana alarga la vida—, la fama le llegó al convertirse en el entrenador personal de José María Aznar, entonces presidente del Gobierno. Consiguió que el estado físico del líder del Ejecutivo, "una ruina" según recordaría, luciese una muy comentada tableta de abdominales.
Pero como también confesó en 2017 en una entrevista en el programa Colgados del aro, fue entrenador del actual Rey y entonces príncipe Felipe: "Cuando veía un cronómetro se volvía loco. Podía haber sido vallista y saltador de altura. Era un tío machaca total", aseguraba Lombao. Le entrenó a los 15 años, en Mallorca, con un grupo de chicos de su edad y antes de que el monarca se marchase a Canadá a estudiar. En esa misma charla rememoraba otra curiosa anécdota con Mariano Rajoy: "Se enfadó conmigo porque le dije: 'Mariano, pasear al perro no es entrenar'". "Son un coñazo los políticos", resumía entre risas.
Bernardino Lombao era un conglomerado de energía, pasión, entrega, sabiduría, motivación... un ejemplo para cualquier deportista. El atletismo en su esencia más salvaje. Su receta para mantenerse en forma tanto tiempo siempre fue la misma: ejercicio, alimentación y nueve horas de sueño. El tartán de la Blume se queda huérfano con su marcha, pero en el módulo no solo siguen correteando su legado y la estela de su poblado bigote: allí permanecían hasta hace poco sus pértigas de bambú. Las reliquias de Nardo.