Sin importar la senda que trace el campeonato, el ánimo diamantino de España nunca desfallece. Aparecieron como un torbellino irrefrenable ante Francia y en sólo siete minutos desnivelaron la suerte del bronce (7-2), una diferencia que se mantuvo activa hasta el final, salvo pequeñas oscilaciones. Una vez más, fieles a su estirpe, los Hispanos conjugaron sus esfuerzos para situarse entre los mejores equipos del mundo.
Resistentes hasta las últimas dosis de energía, no se iban a rendir por un tropiezo, cuajado de detalles fallidos, ante Dinamarca. Alentados – casi acosados - por el deseo de seguir escribiendo páginas que honren la historia de la selección, los nuestros se aplicaron para sellar la brecha que explotaron los daneses en las semifinales. Anclados en una línea defensiva firme – Corrales, sublime en la portería - rozaron la perfección del juego rápido y controlado.
Es decir, cumplieron la máxima de quienes ansían la victoria no tanto por el talento individual, sino por la vía de la intensidad y el conjunto: combinaciones en ataque y relevos defensivos, la lucidez dominando al ímpetu. Con la portería bien cubierta, alternando el ataque estático con las contras, y con Álex Dujshebaev ofreciendo un recital de anotación y pases de gol, el partido tenía dueño. Los Hispanos interpretaron una sinfonía casi perfecta, un partido soñado en circunstancias adversas. Sólo los despistes en el balance defensivo ofrecieron alguna opción, demasiado endeble, a los franceses.
Desde hace muchos años, quizás desde que Cecilio Alonso y Lorenzo Rico marcaron nuestro balonmano, la selección cumple el pacto con la tradición de unos principios irrenunciables. Una pluralidad que conforma una unión hasta constituir un equipo marmóreo. A veces concluye con la buscada medalla y otras no, pero siempre con el reconocimiento emocionado de quienes percibimos la entrega desmedida de unos sabedores de la responsabilidad que implica representar a España.
Cuando surgió la moda de bautizar a las selecciones -la Roja en fútbol, la ÑBA en baloncesto, los leones y leonas del rugby – los regentes del balonmano tuvieron la feliz idea de proclamarse los Hispanos, los que representan a Hispania. El origen del término nos remite a los fenicios, a Hércules, a Aníbal y Augusto. Y a nuestros antepasados: batalladores poderosos, fornidos forjadores de metales, indomables paisanos. Así es la estela de este equipo, no importa que juegue Dujshebaev o su prole, Hombrados o Barrufet, Juanín o cualquiera de los Entrerríos.
El rastro de su quehacer continúa con nuevas generaciones que transmiten principios irrenunciables, virtudes que realzan a jugadores que embisten con la fuerza del bisonte y no rehúyen choques telúricos. Tenemos suerte de que nuestras selecciones sean competitivas y combativas, que se entregan con orgullo y con pasión. Aunque, quizás, ninguna tan fiel a sí misma, tan irreductible en su empeño como la de balonmano. Hispanos de ayer, Hispanos de hoy, ¡enhorabuena!