Hay victorias que se consiguen con la raqueta, pero también con el corazón. Para llegar a la final número 100 de su carrera, Rafael Nadal deja que su sea su espíritu indomable el que le abra la puerta de la remontada en un partido enrevesado. Ocurre en las semifinales de Montecarlo, donde Andy Murray vuela como un cometa hacia la victoria. El británico ha ganado la primera manga de forma clara. Está dominando a placer. Amenaza con alejar al balear del domingo decisivo. Sucede que el orgullo del número cinco es gigante, que su fuego interior puede hacer milagros. Así, el campeón de 14 grandes remonta 2-6, 6-4 y 6-2 a Murray y llega al encuentro decisivo en Montecarlo, que le medirá ante Gael Monfils, que derrotó 6-1 y 6-3 a Jo-Wilfried Tsonga.
De repente, Nadal tiene la oportunidad de igualar de nuevo a Novak Djokovic en Masters 1000 (28) ganando su título número 48 sobre tierra batida (68 en total), el más importante en casi dos años (Roland Garros 2014), uno que llevaría a otra dimensión el récord que ya posee en Mónaco (sumaría nueve copas). Todos esos números mareantes pierden fuerza frente a la realidad actual del mallorquín: por encima de cualquier estadística, una victoria este domingo le devolvería la licencia para soñar que volver a lo más alto es posible.
Antes, un duelo infernal. El encuentro nació marcado por el último enfrentamiento entre ambos sobre la superficie más lenta del circuito, con victoria del británico. Hasta la primavera de 2015, Murray competía en tierra castigado por sus resultados anteriores (ningún título). Cansado de escuchar que tenía el juego perfecto para ser grande en arcilla, que con esas cualidades debería haber conquistado varias victorias importantes en albero, el británico se preparó como nunca antes. Viajó a Barcelona, cuna de la tierra, y durante dos semanas trabajó sus movimientos a conciencia en arcilla. Como las casualidades no existen, días después estaba celebrando sus primeros trofeos en Múnich y Madrid, derrotando a Nadal en la final. Palabras mayores.
En Montecarlo, la mejoría de Murray ante el español en tierra queda reflejada en el arranque de la semifinal. El británico, que no destaca precisamente por ser un kamikaze como por ejemplo Wawrinka, se siente cómodo jugando a la defensiva, esperando agazapado el fallo contrario o la oportunidad para lanzar un imprevisible contraataque. Murray tiene unos pulmones inagotables y unas piernas de atleta. Podría ser velocista y triunfaría seguro. Ante Nadal, sin embargo, decide apostar de nuevo por coger el cuchillo y aparcar el escudo. Desde la primera bola quiere llevar la iniciativa, ser el que marque el compás del cruce, preguntar y no responder. Al balear, sobrepasado por el vendaval, le falta tirar largo, no dejar la bola corta, quitarle a su contrario la alfombra roja que facilite esas embestidas.
Son casi 50 minutos para una primera manga de ocho juegos en la que Nadal pierde el saque dos veces y sufre horrores intentando sobrevivir a cada turno de servicio. Murray apuesta por ahogar al mallorquín, negándole el aire, asfixiándole con cada tiro como si estuviese apretándole la cabeza contra una almohada. El británico, que decide empezar sacando, impone un ritmo de crucero altísimo. Rebosa energía en cada movimiento. Está fresco como una rosa y eso se traduce en sus golpes, que son limpios y precisos. Su revés es un martillo que levanta piropos entre la gente y lamentos en su rival. Nadie puede decir que este es el mismo Murray que estuvo cerca de decir adiós el pasado jueves ante el francés Paire (2-6 y 0-3) en un partido gris que salvó milagrosamente. Nadie puede explicar cómo ese jugador desinflado ha dejado paso a este tenista brillante, competidor de colmillo retorcido y exquisito sentido estratégico.
En cualquier caso, las derechas marcan el partido de principio a fin. La de Murray, que durante mucho tiempo fue su talón de Aquiles para aspirar a cualquier cosa sobre tierra, es hoy un golpe completamente adaptado a la superficie. La de Nadal, su mejor tiro de siempre en plena crisis de identidad (bien un día, mal al siguiente, algo que lleva sucediendo muchos meses), sufre rachas durante el inicio del partido: tan pronto es definitiva y cortante como atacable y endeble. Cuando encuentra regularidad en ese golpe, lo que tarda en pasar más de una hora, el campeón de 14 grandes vuelve a la semifinal dispuesto a pelear por todo. Aquí estoy, vamos a empezar a jugar de verdad.
El mallorquín amaga con recuperar el terreno perdido de entrada en la segunda manga (break de inicio para 1-0 y saque), pero Murray responde a la altura (rotura de vuelta). Para entonces, Nadal ya sabe que ganar le va a exigir ir al límite. El español sufre en la tortura que destapa cada punto. El sudor le resbala por la cara a toda velocidad. Su gesto es el de alguien que disfruta, aunque está pasándolo mal. El segundo break (4-3) le permite abrirse camino y empatar el partido, estallando en un mar de aullidos y puños agitados.
El cruce está enredado. Gritón siempre, Murray se queja de todo cuando Nadal le rompe el saque en el principio del set decisivo (1-0 y servicio). El británico se cambia la camiseta, se quita la gorra y escupe los insultos que le corroen por dentro. Eso no es un jugador, es un demonio que se ha soltado las cadenas. “No tienes ningún respeto por lo que hago”, le dice Damien Dumusois, juez de silla, después de que la tensión entre ambos explote tras dos horas de discusiones. “Puedes no estar de acuerdo, pero estás siendo irrespetuoso. No soy estúpido, Andy”.
El mallorquín recibe la frustración de su contrario con alegría. El control del partido le pertenece desde hace rato. El mal trago que había sufrido su derecha ya es solo una pesadilla. Con ese tiro echando humo, el campeón de 14 grandes juega suelto el último tramo del cruce mientras la grada le impulsa (“¡Rafa! ¡Rafa!”, gritan) porque quieren que el triunfo sea suyo, verle mañana en la final. Dicho y hecho.
La evolución de Nadal en el torneo queda representada en los peldaños de una escalera. Primero, el mallorquín completó un estreno de claroscuros ante Aljaz Bedene, su primer partido tras retirarse a la primera en Miami como consecuencia de un golpe de calor. Después, se deshizo del austríaco Thiem en un pulso exigente y cerrado que le vio salvar 15 de las 17 pelotas de rotura a las que se enfrentó, eligiendo casi siempre la forma correcta de jugar esas situaciones bajo presión. Luego, acabó con Stan Wawrinka gobernando cada rincón de la pista. Finalmente, remontó a Murray, confirmando todas las señales positivas que demostró en Indian Wells y recordando un mensaje: a Nadal le podrán faltar los golpes, pero nunca la pasión competitiva.