Esta carta fue publicada originalmente por Pedro J. Ramírez en el diario El Mundo el 13 de julio de 2008. Relata una visita del ahora director de EL ESPAÑOL a Londres, donde asistió a la final de Wimbledon que disputaron Rafa Nadal y Roger Federer, considerada por muchos como el mejor partido de tenis de la historia.
Cuando organicé el programa del pasado fin de semana en Londres ya intuía que me podía tocar vivir algunas emociones fuertes, pero no imaginaba hasta qué punto. Por un lado estaba la oportunidad de presenciar, al fin, el montaje de Robert Carsen sobre la ópera de Leonard Bernstein Candide; por el otro, la presentida gran final de Wimbledon. Y, en medio, inesperadamente, la puesta a prueba, a cara de perro, de la Ley de Murphy.
Vayamos por partes. Algunos lectores recordarán que el año pasado por estas fechas les conté cómo durante el viaje que hice a Italia para recoger el Premio Internacional de Periodismo Isaiah Berlin tuve noticia del gran éxito obtenido en La Scala por la versión operística de la obra satírica de Voltaire que yo mismo pasé a describir como «la mejor novela de caballerías del Siglo de las Luces».
Aludía así a la dimensión quijotesca del profesor Pangloss, verdadero protagonista de la sucesión de disparatadas aventuras -o más bien desventuras- a las que arrastra a su pupilo Cándido, quien, cual nuevo Sancho Panza, amanece cada día con la enseñanza de que vivimos «en el mejor de los mundos posibles» y ve ponerse el sol en medio de todo tipo de crímenes, catástrofes y tragedias.
Era este contraste entre el optimismo bobalicón que impregna el marketing político de nuestros gobernantes -y tenía en la cabeza a uno muy concreto al que los españoles vamos ya conociendo bien- y el desagradable aterrizaje en la cruda realidad lo que más me interesaba de la parodia volteriana. Y tenía enorme curiosidad por ver cómo quedaban resueltas en el provocador montaje del director canadiense escenas con tanto gancho literario como el terremoto de Lisboa, el auto de fe de la Inquisición o la llamada «cena de los seis reyes» que tanto escándalo había suscitado desde su estreno parisino en Le Châtelet al presentar a Bush, Blair, Berlusconi, Chirac y Putin bailando ebrios como cubas sobre un mar de petróleo, sin otra prenda que un taparrabos con los colores de sus respectivas banderas.
No quedé decepcionado. Todo lo contrario. Menudo delirio de diversión inteligente… En primer lugar porque, claro, no es lo mismo imaginarse esa escena con el petróleo a 70 dólares el barril en el decimosegundo año consecutivo de crecimiento y prosperidad de las economías española, europea y mundial que contemplarla 12 meses después cuando el crudo vale el doble, va camino de valer el triple y nos asomamos al balcón de la recesión con pesadillas a lo Mad Max en la cabeza. Los náufragos ya no son los mandamases, sino todos nosotros; y aunque su borrachera sigue haciéndonos reír, no hay manera de evitar preocuparse para que no nos pringue la anunciada vomitona.
Todo el guión de Carsen -representado dentro de un viejo receptor de televisión del tamaño de la embocadura del escenario de la English National Opera- se basa en cogernos en vilo una y otra vez en las alas de la farsa, con el único objetivo de estrellarnos abrupta e indefectiblemente contra el suelo 10 o 15 minutos más tarde. Tres grandes creadores con la mala leche de Voltaire, Leonard Bernstein y la propia Lillian Hellman -autora de la primera versión del libreto- se habrían sentido sin duda bien reconocidos en la causticidad de este montaje.
De entrada, la idílica mansión de Westfalia, en la que Pangloss educaba a Cándido en la creencia de que «en este mundo, el mejor que se pueda imaginar, no hay efecto sin causa y las cosas no pueden ser de otra manera que como son», ha sido trasladada a un ficticio país llamado West Failure -Fracaso Occidental- y ha adquirido la apariencia de la Casa Blanca de Jack y Jackie Kennedy. Allí es donde Pangloss viola a la criada y Cándido le imita con la hija de sus anfitriones. Camelot descamelotizado.
Luego resulta que el auto de fe de la Inquisición se desarrolla durante una de las sesiones del Comité de Actividades Antinorteamericanas del senador McCarthy, que el ahorcamiento de Pangloss y Cándido tiene lugar al modo de los linchamientos del Ku Klux Klan, que la Dulcinea del cuento -Voltaire la bautizó vitriólicamente como Cunnegunda- se prostituye en Hollywood y Las Vegas, que el mendigo indigente que sirve de contrapunto crítico a tanta euforia oficialista es atropellado deliberadamente en una escena de gamberrismo urbano y así sucesivamente.
Los ritmos de music hall, trufados de melodías exóticas y aires circenses en una coctelera sinfónica muy propia de Bernstein, levantan el ánimo de la audiencia cada dos por tres, pero ahí están la guerra, la sífilis -o el sida- y la profanación de todo lo sagrado aguardando turno para abatirlo, aplastarlo y triturarlo cada tres por cuatro. Cuando al final Pangloss ya ha sido desenmascarado por Cándido como un enfermo crónico de esa disonancia cognitiva que tanto juego dio en esta página la semana pasada -«Decía que su vida era un padecer continuo, pero que habiendo sostenido una vez que todo iba a las mil maravillas, seguiría sosteniéndolo aunque creyese lo contrario»-, sólo queda esperar, al menos, la redención por el individualismo.
Voltaire dejó abierta esa espita para huir de la alienación del mundo contemporáneo con su célebre consejo final de que «lo único que debemos hacer es cultivar nuestro jardín». Pues bien, Carsen ni eso. ¿Saben qué es lo que el muy hijo de su madre proyecta mientras el coro entona el recitado de esa supuesta tabla de salvación? Bosques calcinados, selvas deforestadas, lluvia ácida, paisajes agrietados por la sequía, playas devastadas por el último tsunami. Ese es, según él, «nuestro jardín».
¿Qué pensar, a partir de aquí, al margen de que el Teatro Real tiene que programar Candide, incorporando a Zapatero al elenco de mandatarios destronados o en vías de serlo porque, como ya advertí el año pasado, lo que en el fondo le produce más desasosiego a un racionalista volteriano no es tan apocalíptico desfile de calamidades sino que los «seis reyes» continúen siendo sólo cinco?
Bien, comprenderán -en todo caso- que tras esta sombría inmersión lingüística mi joven acompañante y yo llegáramos unas pocas horas después al All England Club de Wimbledon hondamente impregnados del talante del ingeniero aeroespacial Edward Aloysius Murphy Jr., quien, durante una prueba del sistema de aceleración de sus cohetes, enunció en 1952 la ley que lleva su nombre, al observar que aquello no funcionaba porque todas las conexiones de los puñeteros motores estaban chapuceramente hechas al revés: «Si algo puede ir mal, seguro que termina yendo mal».
Cabe decir en descargo de ese fatalismo que todo lo que encontramos allí lo alimentaba. El único vocablo que brotaba de los labios de las tres cuartas partes de los veinte mil asistentes a aquella misa solemne del culto a la raqueta en el altar de la pista central era «¡Roger! ¡Roger!» y al puñado de españoles y asimilados -dos o tres centenares como mucho- sólo nos quedaba el consuelo de que, como nuestro grito de guerra empezaba por la misma consonante y también tenía dos sílabas, a veces daba la sensación a nuestro alrededor de que era todo el estadio el que gritaba «¡Rafa! ¡Rafa!».
Pero no, Federer jugaba como local porque con su cardigan estilo Eton, sus modales contenidos y sus cinco Wimbledon seguidos los ingleses le habían prohijado como ese gran campeón que desde hace 70 años, desde los tiempos de Fred Perry, siempre han anhelado tener. Hay que reconocer que el que sea suizo -lo más parecido a un apátrida, fíjate, un país que no entró en la ONU hasta 2002- facilita mucho las cosas. Lo que no pudo ser ni con Bobby Wilson, ni con John Lloyd, ni con Greg Rusedski, ni con Tim Henman, ni tampoco ahora con Andy Murray, llevaba haciéndose realidad cinco años consecutivos con este londinense adoptivo, todo flema y elegancia bajo la presión: «¡Roger! ¡Roger!».
Además, el durante 231 semanas número uno del mundo -se dice pronto- llegaba a la final sin haber perdido un solo set en la temporada de hierba y con 65 victorias ininterrumpidas sobre esta superficie. Era su oportunidad de entrar en la leyenda, superando el también pentacampeonato en serie de Björn Borg en los 80. Y para colmo el sueco estaba allí presente, tres filas por debajo de la nuestra, con su buen rollo de siempre, dispuesto a entregar el cetro a su heredero natural, aunque anhelando que se produjera el milagro y ganara el príncipe valiente mallorquín.
Desde el primer set quedó muy claro cuáles eran las bazas de Nadal para forjar esa sorpresa. Federer sacaba entre cinco y 10 millas por hora más rápido -llegó a rozar las 130- y era casi imposible restar sus cañonazos, pero cuando la bola entraba en juego y a cada drive ajustado a la red le sucedía un mágico revés sobre la línea y a cada contundente volea, un passing shot de los de cortar el hipo, era Nadal con su inagotable despliegue de talento y su asombrosa precisión el que anotaba más puntos.
Era un partido de diseño, un juego de ordenador en la consola de la gloria, un concurso de billar sobre un tapete esmeralda con cantoneras de celebrities, una subasta de músculo y destreza de una belleza plástica indescriptible. Los dos mejores tenistas del mundo, dando lo mejor de sí mismos, haciéndonos sentir el acontecimiento, haciéndonos disfrutar y sufrir al mismo tiempo, arrastrándonos hasta el propio borde del síndrome de Stendhal, hasta el umbral de la apoplejía por la saturación de tanta perfección, a la vez bruta y armónica. Y además íbamos ganando.
Sí, íbamos ganando -6-4, 6-4- pero… Aunque Nadal había roto una vez el saque de Federer en el primer set y dos en el segundo, protagonizando una gran remontada desde el subsuelo del 1-4, el suizo londinense le había hecho nada menos que cinco juegos en blanco y mantenía intacta toda su apabullante potencia. Flotaba en el ambiente que si el partido se prolongaba, el viento volvería a soplar a su favor. Y vaya que si se complicó. Poco después de que Nadal desaprovechara un 0-40 para sentenciar el tercer set, la lluvia se precipitó sobre el recinto como si alguien hubiera abierto la llave de una ducha. Todo sucedió de acuerdo con el ritual: los recogepelotas plegaron la red y protegieron la pista con su inmenso chubasquero, los jueces y jugadores se retiraron, la angustia nos encogió el estómago.
El destino fraguaba, volteriano, las condiciones de la gran remontada de Federer. Cuando, después de que se anotara el tercer set tras la reanudación -7-6-, llegaron las emociones fuertes del cuarto y Nadal a sólo un centímetro de la gloria demostró su falibilidad humana con la más inoportuna de las dobles faltas, mientras en cambio Federer ejecutó el revés más deslumbrante de su vida, afeitando el borde externo de la raya para salvar la segunda pelota de partido -«Oh, my goodness!!»-, la suerte, o más bien la desdicha, parecía echada. Y encima llegó la segunda ducha, esta vez ya escocesa, que obligaba a interrumpir el juego mientras las sombras del atardecer empezaban a espesarse y los abducidos por Candide caíamos en las sádicas garras del pesimismo de la voluntad. Puesto que ya se había visto que aquello podía ir mal, indefectiblemente terminaría yendo mal.
Más que la ley de Murphy, era la de la tostada con mantequilla que siempre cae del lado en que puede pringar la alfombra la que sentíamos a punto de materializarse. Pero ¿por qué esa tostada sólo da media vuelta en el aire cuando se desploma desde el borde de la mesa? Durante mucho tiempo se pensó que la mantequilla pesaba lo suficiente como para que entrara en acción la ley de la gravedad, pero recientes descubrimientos demostraron que la clave está en que la distancia entre el tablero y la alfombra es insuficiente para que la rotación se complete. Solución: hay que golpear la tostada lo más fuerte posible para alejarla de la propia alfombra y el mejor modo de hacerlo es aguardar al instante inmediatamente anterior a su contacto con el suelo.
Virginia Wade, la última persona con nacionalidad británica que ganó Wimbledon, definió el tenis como un «buen equilibrio entre la determinación y el cansancio». Otro más débil que Nadal se hubiera desmoronado tras ese segundo coitus interruptus. Todos pensamos que el momentum era ya de Federer, pero como escribió Simon Barnes en The Times, nuestro campeón «convirtió la decepción en inspiración».
¡Cómo volvió el muchacho de oro a esa pista de brumas sobre la que ya sólo destellaban la bola y la melena rubia del nuevo alcalde de Londres, el inefable Boris Johnson, sentado detrás de nuestra amiga la princesa de Kent en la Royal Box! Su raqueta parecía un palo de golf golpeando la bola en el milimétrico margen que media entre los cordones de sus botas y los tallos más puntiagudos de la hierba. Ah, la profundidad de su revés cruzado. Ah, el efecto de sus devastadoras aperturas contra el pie cambiado. Ah, la limpia canallada de sus dejadas. Ah, el jolgorio de sus smashes.
Rebobinando lo sucedido, creo que la clave del desenlace final es que Nadal no dejó de disfrutar, de divertirse, de ser feliz a su manera en ningún momento del partido. Lo vimos cuando ya en medio del drama del cuarto set, Federer le lanzó un lob perfecto y corriendo hacia atrás hasta la bola, él la devolvió, gamberro y socarrón, haciendo un Gran Willy entre las piernas. El golpe se llama así en honor al argentino Guillermo Vilas, quien lo ensayaba inspirándose en las fotos de los jugadores de polo que golpean la bola hacia atrás por debajo de las patas del caballo; y hay que estar verdaderamente loco por el tenis para practicarlo.
Fue precisamente Vilas quien mejor resumió durante su racha victoriosa de hace veintipico años lo que le pasó el domingo a Nadal: «Un tenista que empieza a ganar es como un hambriento que no ha comido nunca. De repente consigue un trozo de pan. Luego un sándwich. Luego un filete. Y entonces lo que ya quiere es el palacio». Vilas ganó Roland Garros, Forest Hill y el Open de Australia, pero su rostro aún sigue ávidamente aplastado ante el cristal del escaparate del «palacio» porque nunca pudo conquistar Wimbledon.
Eran las nueve y diez de la noche cuando la única paloma que había logrado eludir la vigilancia del halcón contratado por los organizadores para limpiar el espacio aéreo de la pista central hizo un vuelo semirraso sobre la melena apache del chaval de Manacor y volvió a su localidad en el alféizar del tejado. Ungido por la diosa, «el mejor de los aqueos» levantaba cinco minutos después su refulgente trofeo. Siete horas y cuarto después de la señalada para comenzar, Aquiles había derrotado a Héctor por un margen más estrecho que una capa de mantequilla. El uno había ganado 209 puntos, el otro 204. Y el vencedor y el vencido se hermanaban entre las sombras. «Primero nos machacamos, luego nos abrazamos», decía Ilie Nastase.
Por abrazos que no quede. El primero para Roger, los siguientes para la familia, los últimos para los Príncipes, paseando ufano con la bandera española -raquetista en el tejado- sobre los cielos de las tribunas de Wimbledon. Nadal o cómo saber ganar.
En el DVD que refleja la última vez que Leonard Bernstein dirigió la orquesta, también en Londres, durante una representación de Candide pocos meses antes de su muerte, están incluidas unas sentidas palabras suyas en las que explica que «Voltaire sintetizó las ideas de los estoicos, los epicúreos y los escépticos», compara a Dios con un indolente fumigador de mosquitos y advierte que «el optimismo induce al letargo e inhibe la capacidad humana de cambiar las cosas».
Visto lo visto, no seré tan ingenuo como para destruir ese disco, pero sí lo guardaré en un cajón seguro, envuelto en un poema. Y un día le daré la llave a mi joven acompañante para que nunca olvide todo el tormento y el éxtasis de nuestro verdoso atardecer en Wimbledon, para que los versos de Wordsworth resuciten constantemente con ella: «Aunque mis ojos/ ya no puedan ver ese puro destello/ que me deslumbraba,/ aunque ya nada pueda devolver la hora/ del esplendor en la hierba,/ de la gloria en las flores,/ no hay que afligirse/ porque la belleza/ siempre perdura en el recuerdo». Así empezaba una película.