"Algunas personas tienen el talento de sacar o de volear bien. Yo tengo el de saber competir" (Jim Courier. Ganador Open Australia de 1992).
Estoy seguro de que Julio Urbina y Ceballos, marqués de Cabriñana, diputado en Cortes durante el reinado de Alfonso XIII, e inventor del duelo, se hubiera estremecido con el partido que este domingo disputaron Nadal y Federer en la final del Open de Australia. Yo, después de verlos combatir en la pista Rod Laver Arena de Melbourne, lo primero que pensé fue que en el deporte del tenis el viejo mens sana in corpore sano sigue siendo verdad y que quienes aman las reglas del juego –de todos los juegos– sentirán una enorme satisfacción, a pesar de que el partido se saldase con la victoria de Federer en el quinto y definitivo set. Nadal perdió con una enorme dignidad y haciendo lo que sabe: jugar al tenis. El triunfo lo tuvo al alcance de la mano, pero las cosas se le torcieron y cayó, como caen los nobles combatientes, ante quien para muchos es el mejor tenista de todos los tiempos.
Contrariamente a lo que suele pensarse, entiendo que las victorias morales, aunque vayan acompañadas de la derrota en el resultado, también son triunfos y, a la postre, lección para alguien. Nada me extrañaría que a Federer su victoria le haya servido para tener con Rafael Nadal, compañero de fatigas tenísticas y rivales sempiternos, el hermoso pensamiento de que un triunfo frente “Rafa” tiene doble valor.
Cuando el barón de Coubertin expresó su principio de que lo importante no es vencer, sino contender, en lo que estaba pensando es que el deporte, además de fortalecer los músculos, también tonifica el alma y agudiza la inteligencia. Con el partido que hizo ante Roger Federer, nadie puede dudar de que Rafael Nadal es un magnífico jugador y que la virtud que más destaca en él es su voluntad férrea e inflexible. Es un joven de 30 años en el que resalta su fuerte presencia de ánimo y ganas de trabajar todos los días en la pista. Lo dijo al término del partido: “Seguiré luchando el resto de temporada”. En el tenis, como en otras muchas actividades, el empeño y el sacrificio son las herramientas del éxito. Incluso me atrevo a decir que es un factor tan importante como la técnica. La constancia o la perseverancia, llámese como se quiera, es el más fiel aliado de Rafael Nadal.
Pero hay más en él. Me refiero a que este domingo, con su conducta en la pista, avalada por las palabras de felicitación pronunciadas en la entrega de los trofeos y dirigidas al jugador suizo, Nadal demostró, una vez más, ser un auténtico caballero y a todos nos enseñó que el deporte no debe tomarse como una cuestión de vida o muerte y que la derrota no lleva aparejados el fracaso o el deshonor. A diferencia de otros deportes donde las malas formas imperan, el día a día del tenis nos ofrece el agradable espectáculo del deportista. En la final del Open de Australia, los términos deportividad y caballerosidad han sido sinónimos. En el deporte el único que pierde es el que vuelve la espalda a lo que el deporte es y representa, o sea, ningún adversario por encima ni por debajo. Cualquier otro entendimiento que de él se tenga, es antideportivo.
Rafael Nadal acaba de poner fin al primer Gran Slam del año, después de unas lesiones que le han traído por la calle de la amargura. Mientras el cuerpo le aguante y su ánimo no se oxide, seguirá siendo el de siempre, un caballero que llevará su éxitos y sus derrotas como Miguel de Cervantes pensaba que habría de llevarse: en la llaneza y en la humildad, dos recovecos donde suelen esconderse las emociones más intensas. Sirva este comentario de homenaje a nuestro campeón.
***Javier Gómez de Liaño es consejero de EL ESPAÑOL, abogado en ejercicio y magistrado en excedencia voluntaria.