Antes de que Rafael Nadal llegue a la final de Roland Garros por duodécima ocasión en su carrera, Roger Federer tiene un pensamiento sorprendente: después de una vida jugando contra el rival más importante de su carrera, el suizo se para a reflexionar y llega a la conclusión de que no hay nadie que juegue de forma remotamente parecida a la del español. Ese es el mejor resumen de la victoria (6-3, 6-4 y 6-2) que lleva a Nadal al partido decisivo, donde el domingo se medirá al ganador de la otra semifinal entre Novak Djokovic y Dominic Thiem, aplazada hasta el sábado como consecuencia de la lluvia. [Narración y estadísticas]
El clásico se juega en un día de perros. Nubarrones negros amenazan con descargar lluvia sobre París y un viento fortísimo llena la grada de abrigos y bufandas. Hay papeles volando por la pista. Las camisetas de los jugadores se zamarrean con violencia. Caen los sombreros blancos por las escaleras de la Royal Box, el palco de honor, donde se sientan Rod Laver y Manolo Santana entre otras muchas personalidades. Y a Federer le molesta, le incomoda una barbaridad tener que jugar en unas condiciones imposibles de domar, desagradables, para cabezas extremadamente fuertes.
¿Qué hace el suizo? Aceptar que va a llenarse de barro hasta los ojos y pelear como puede.
Federer tiene la primera bola de break del partido en el juego inicial, que a Nadal le cuesta ocho minutos sacar adelante. De salida, el español se encuentra con un rival agresivo, descarado y decidido. Asumiendo los errores que su idea de juego arrastra, Federer va pegando aquí y allá sin miedo al fallo. Está claro que el campeón de 20 grandes necesita ganar el primer parcial si quiere decir algo en la semifinal, es evidente que empezar por abajo le puede hacer mucho daño, que el primer zarpazo tiene que pertenecerle.
A medida que van pasando los minutos, y como esperan los meteorólogos, el viento se vuelve inclemente. Las rachas de aire pueden con todo, levantando la tierra y creando un tormenta de arena a la que los oponentes se enfrentan a pecho descubierto. Con el vendaval desatado, Nadal y Federer juegan un encuentro de idas y venidas: del 3-0 inicial del español se pasa al 3-2 y saque del suizo, capaz de sostener el embiste de su rival devolviéndole el break, y de ese 3-2 al 6-3 del número dos, dominador tras casi una hora de tira y afloja.
Hay viento, mucho viento, pero el partido es una sucesión de escenas atípicas. La tensión de lo que está en juego provoca un carrusel de emociones. Federer animándose en alemán en el primer juego del cruce (komm schon!) como si acabase de salvar su vida. Nadal celebrando eufórico y con el puño cerrado su segundo break de la semifinal (para 4-2), cuando el duelo solo acaba de empezar. Los banquillos de los jugadores puestos en pie a la más mínima, con la tensión presente en los integrantes de los dos equipos, las caras desencajadas por la presión.
De principio a fin, Nadal juega con el público en contra. La Philippe Chatrier, que es la pista más importante de su carrera, abraza al suizo desde el calentamiento y no lo suelta hasta el final, cuando su derrota es una realidad. “¡Roger! ¡Roger”, canta la gente entre palmas para animar a Federer, que tiene con su saque una bola para 3-0 en el arranque del segundo set, y la deja escapar pese a que sirve con viento a favor. El break de Nadal neutraliza la brecha del suizo (2-2), devuelve la igualdad al segundo parcial y precede a los mejores momentos de la semifinal.
Son 20 minutos muy bestias, 20 minutos de pura dinamita, 20 minutos cargados de tiros increíbles. Desde el 2-2 hasta el 5-4, Nadal exhibe tres golpes pasantes que dejan mudo a Federer. El suizo, protagonista de varias sutilezas al alcance de nadie, acaba atropellado y desquiciado: después de perder la segunda manga, en la que se le marcha también el partido, el número tres recibe un warning por lanzar una bola fuera del estadio, y con ese gesto pone rumbo a una inevitable derrota.
El domingo, una vez más, Nadal contra la historia.