Los movimientos lo dicen todo. Rafael Nadal vuelve a la Arthur Ashe, la pista más grande del planeta, y enlaza velocidad y contundencia en cada desplazamiento. En consecuencia, llega siempre bien posicionado al encuentro con la pelota y con frecuencia toma una decisión que refleja por qué ahora es mucho mejor tenista en pista rápida que antes: durante la victoria 6-3, 6-2 y 6-2 ante John Millman en la primera ronda del Abierto de los Estados Unidos, el campeón de 18 grandes destroza la bola con una violencia salvaje. La exhibición de intensidad y agresividad que Nadal deja a su paso por el cruce es una señal inequívoca: es solo un partido y queda un mundo por delante, pero si el cuerpo no va en su contra, como tantas otras veces, lo lógico sería ver al español peleando por su cuarto título en Nueva York.
Nadal sale a debutar rodeado de buenas noticias porque las derrotas de Dominic Thiem (4-6, 6-3, 3-6 y 2-6 ante el italiano Fabbiano), Stefanos Tsitsipas (4-6, 7-5, 6-7 y 5-7 contra el ruso Rublev), Karen Khachanov (6-4, 5-7, 5-7, 6-4 y 3-6 frente a Vasek Pospisil) y Roberto Bautista (6-3, 1-6, 4-6, 6-3 y 3-6 con el kazajo Kukushkin) le han despejado considerablemente el camino hasta bien avanzada la segunda semana de competición. Quedan, por supuesto, algunos nombres peligrosos (Thanasi Kokkinakis, su rival de la segunda ronda, o Fernando Verdasco, potencial contrario en tercera), pero la escabechina de favoritos del martes, cuatro jugadores del Top-10 fuera, es una alfombra roja inesperada para el mallorquín.
Como siempre, la noche saca el lado más selvático del público del último grande del año. Caen al suelo los vasos de cerveza y se levanta la gente en mitad de los puntos (“por favor, ¿se puede sentar?”, le grita el español a una aficionada que no le hace ni caso, y termina abandonando el estadio en mitad de un juego). La conversación constante, ni un minuto de silencio, ni un poquito de paz, levanta una ola de ruido que desciende desde las butacas para rodear a los jugadores, creando una atmósfera sucia que le cuesta un warning injusto a Nadal. Es 5-3 en la primera manga, está listo el mallorquín para sacar, esperando a que el gentío tome asiento y el volumen se reduzca un poco, y Louise Azemar Engzelk, la juez de silla del duelo, sanciona al tenista porque el reloj dice que el tiempo se ha agotado (20 segundos).
Entonces, el número dos reacciona.
“¿Por qué?”, le pregunta Nadal acercándose a la red. “El reloj había llegado a cero”, responde la la árbitra. “Estaba listo para sacar, pero el ruido es una locura. Si no puedes ver eso…”, cierra el jugador, que inmediatamente después de resolver su turno de servicio, haciéndose con el set, se marcha a hablar a un costado de la pista con Andreas Egil, supervisor del torneo, para hacerle ver que el castigo no tiene ningún sentido en el ambiente de festival tecno que fabrica la gente en Nueva York.
Millman, vencedor el curso pasado de Roger Federer en los octavos de este mismo torneo, no inquieta nunca a Nadal. Sí, el australiano se procura una pelota de break en el primer juego del partido, es capaz de levantar un 15-40 que le permite no encajar un 1-5 en el parcial inaugural y asalta el enfrentamiento contra el español movido por la esperanza de poder hacerle daño, como demuestran sus constantes gestos a su banquillo, en el que se sienta Lleyton Hewitt, ex número uno mundial y hoy capitán del equipo australiano de Copa Davis.
Ocurre, sin embargo, que Millman juega constantemente la misma pelota, una plana, que no le causa problemas a su rival, y acaba hundido por avasallamiento, con Nadal pasándole por encima. Sin ceder ni un metro, mordiendo en cada disparo, el balear abruma al aspirante llevándole de lado a lado a un ritmo vertiginoso y completa un encuentro perfecto, fascinante, colosal. La candidatura a todo algo más de dos horas después de debutar.