Rafa Nadal remonta ante Daniil Medvedev en la final del Open de Australia y ya tiene 21 Grand Slam
El español remonta un 0-2 por primera vez en su carrera (4-6, 6-7, 6-4, 6-4, 7-5 en 5h24m) y se queda en solitario en la cima.
30 enero, 2022 15:11Noticias relacionadas
A las cinco horas y cuarto de partido, con la victoria a tiro, Rafael Nadal se acuerda de todos los dolores. Se acuerda de las dos rodillas, de la muñeca izquierda y por supuesto del pie de ese mismo lado del cuerpo, el escafoides tarsiano que tiene partido desde el 2005. [Narración y estadística: Rafa Nadal - Daniil Medvedev]
Se acuerda de la enfermedad de Müller-Weiss y de la incertidumbre que le sacude por dentro cada vez que escucha ese nombre. Se acuerda de tanta angustia, de semanas sin ver la luz, de días llenos de preguntas para las que no tiene respuesta. Se acuerda de la retirada, que hace unos meses llama a su puerta para invitarle a decir adiós: ven conmigo, déjalo ya, ríndete y acepta que el final ha llegado, entrégate a la realidad y saca bandera blanca
Y entonces, con el rostro cubierto de lágrimas, Nadal llora porque es campeón del Abierto de Australia tras remontar un 2-6, 6-7, 2-3 y 0-40 (2-6, 6-7, 6-4, 6-4, 7-5 a Daniil Medvedev en 5h24m) y porque eso significa que ha roto el empate en títulos de Grand Slam que mantenía con Roger Federer y Novak Djokovic (20 cada uno).
Es noche cerrada en Melbourne y la primera consecuencia del título 21 llega de inmediato.
A día de hoy, el español es el mejor tenista de todos los tiempos. La victoria lleva al mallorquín a otra dimensión de la eternidad en la que nadie ha estado antes: bienvenido a lo más alto de lo más alto, un lugar a estrenar que le pertenece al campeón después de cambiar el rumbo de la historia. Desde hoy, la cúspide tiene ático nuevo que ocupa un habitante de leyenda: es de Manacor, y su nombre es Rafael Nadal Parera. Un monumento a la superación en la vida.
A las 7.30 de la tarde hay 27 grados de temperatura, y una grada impaciente de espectáculo que pide sangre y sudor para terminar la quincena por todo lo alto. Es la primera vez que los contrarios se encuentran en un Grand Slam desde la final del Abierto de los Estados Unidos de 2019, y muchas cosas han cambiado en el ruso.
Asentado en la élite, y con la experiencia de haber jugado ya tres finales grandes, conquistando el título en la última ante Djokovic (US Open 2021), Medvedev parte con una ventaja sobre el último cruce: aunque Nadal tenga a su favor el cara a cara (3-1), esta vez el ruso sabe lo que se siente en un encuentro de la máxima exigencia y lo que necesita para conseguir el triunfo.
La batalla arranca con el suelo hirviendo de calor, fuego en las zapatillas de los finalistas. De entrada, Nadal y Medvedev comparten plan de asalto: hacer de todos los puntos un castigo, convirtiendo cada intercambio en una media maratón. En esa similitud por quemarle los pulmones al contrario, sin embargo, hay algunas diferencias importantes.
El español lucha, pega y enseña los colmillos. Es el que toma la iniciativa proponiendo cosas distintas: quiere, puede y lo busca con ahínco. Medvedev también desea el triunfo, pero no da un paso al frente. El ruso vive de su inmaculada capacidad de contraatacar: cuanto más fuerte le pega Nadal, más rápida le devuelve la pelota su contrario, y da igual cómo de bueno sea el tiro del mallorquín.
Medvedev no tiene el tenis más bonito del mundo, ni académico ni plástico, pero asombra absorbiendo la fuerza de los golpes de Nadal para soltar un latigazo que vuela pidiendo guerra, empujando al español contra la valla, sacándole de posiciones favorables de tiro. Sus golpes pueden parecer poco convencionales, pero está claro que los resultados son incuestionables.
Palmo a palmo, el ruso va haciéndose fuerte levantando un muro de concreto armado: como no hay manera de superarle imponiendo un ritmo alto, como Medvedev resucita bolas muertas, al balear le toca sacar un conejo tras otro de la chistera para ganarle bastantes puntos, pero hasta el mejor de los magos se queda sin trucos llegado el momento.
Para sus casi dos metros de altura (1,98m), Medvedev sorprende en los desplazamientos, devolviendo bolas imposibles sin esfuerzo aparente. El ruso, palancas alargadísimas, es el mejor tenista del planeta poniendo una pelota más en juego. Eso es una trituradora de cabezas: no hay mente que aguante la tortura de ver cómo Medvedev, cazamariposas en lugar de raqueta, convierte pelotazos antológicos en bolas de gomaespuma, balas de cañón transformadas en gotitas de agua.
El rey de lo imposible
Nadal, claro, es un titán entre titanes. Ese cerebro ha impulsado las grandes conquistas de su carrera, y ese cerebro es el que activa la vía por la que el español crece en la final. Los mensajes que salen de ahí no se ven, pero se interpretan con facilidad. Desear. Aguantar. Pelear. Este es un animal competitivo como no hay otro. Querer. Sufrir. Combatir. Este es el rey de lo imposible. Ansiar. Aguantar. Batallar. Este es Nadal a corazón abierto, un tenista irreductible a prueba de bombas que a los 35 años sigue teniendo tanta hambre como cuando tenía 18. Si Medvedev es un hueso duro, Nadal es mucho más que eso.
Por esa vía, el balear entra a discutir la final de manera voraz y se desata una tormenta: Mordisqueando el saque de Medvedev, hasta entonces un fortín. Cargando su drive cruzado contra el ruso, y cambiando inmediatamente al paralelo para dejarle sentado.
Variando las direcciones con la intención del ajedrecista y la precisión del cirujano, uniendo esas dos cualidades para volverse imparable. Y encontrando en su revés cortado la clave para entrar a discutir la final: desde ese golpe, Nadal consigue quitarle ritmo a Medvedvev, bajarle la bola, desestabilizarle, provocar errores. Es un jugador desatado y pletórico que juega convencido porque se sabe ganador de un partido para toda la vida.
13 años después (¡2009!), el español conquista su segundo título en el torneo y suma al menos dos trofeos en cada uno de los cuatro grandes escenarios (algo que solo han conseguido Roy Emerson, Rod Laver y Djokovic) en una pista llena de amigos. Los australianos, claro, ven al tenista como uno de los suyos y sienten la alegría del momento como propia, aunque durante todo este tiempo han aprendido a valorar algo más que el éxito de la victoria: Nadal tiene 35 años y un millón de récords, pero sigue exactamente igual que el primer día. Humilde, atento, humano. Un campeón inmortal, un campeón de carne y hueso.