Francisco Ayala, la literatura como misión
por Ricardo Senabre
9 marzo, 2006 01:00AYALA EN EL CAFÉ GIJÓN DE MADRID EN 1930
Para comprender la figura y la obra de Francisco Ayala es indispensable tener en cuenta dos factores de muy distinto signo. En primer lugar, la floración intelectual que se produjo en la España de entreguerras, cuando, por vez primera en muchos años, las corrientes del pensamiento reciente, las nuevas creaciones de la técnica, así como la literatura y el arte de Europa, penetraron en nuestros confines y ventilaron la Península con aires de modernidad.Se recogían los frutos tardíos de la Institución Libre de Enseñanza y de la Junta para Ampliación de Estudios creada en 1907, y nacía a la vida pública un grupo de intelectuales que encontraba en Ortega y Gasset y en la "Revista de Occidente" un refugio y un punto de apoyo esencial. El otro factor imprescindible para explicar la trayectoria de Ayala es la catástrofe de la guerra civil y la experiencia del exilio.
El escritor primerizo que lanza tempranamente sus primeros ensayos y relatos en los años veinte y que, ya proclamada la República, consigue una cátedra de Derecho Político en Madrid e ingresa en el cuerpo de Letrados del Congreso, continuará siendo escritor durante sus años de trasterrado en América, pero su obra adquirirá tonalidades sombrías y mostrará una visión pesimista, a ratos sarcástica y siempre desengañada y escéptica, de la naturaleza humana.
Y, aunque las circunstancias no le permitan dedicarse a la enseñanza del Derecho, publicará un Tratado de Sociología (1947) y desarrollará una variada obra ensayística marcada por una perspectiva sociológica que le permitirá abordar las más diversas cuestiones -literarias, políticas o relativas a minúsculos aspectos de la vida cotidiana- con reflexiones que, como en Ortega, llenan sus páginas de sugerencias y estímulos intelectuales.
Porque el primer rasgo caracterizador de Francisco Ayala es el de un intelectual que, como la mayoría de sus coetáneos, se formó y creció en el fértil terreno sembrado por Ortega y Gasset. Con diecinueve años publica su primera novela, Tragicomedia de un hombre sin espíritu, compuesta sobre el dechado del Baroja de Paradox -como se advierte en el estilo narrativo y hasta en los epígrafes que encabezan los distintos capítulos- y donde incluso juega con el artificio compositivo del "manuscrito encontrado", que tentó con frecuencia a Baroja.
Al año siguiente, Historia de un amanecer se mantendrá todavía dentro de los cánones del relato tradicional. Pero muy pronto, en 1929, sorprenderemos a Ayala sumergido en las corrientes vanguardistas de la época. Por un lado, el ensayista se incorpora a la modernidad con su trabajo Indagación del cinema, que es una de las primeras y más lúcidas reflexiones aparecidas en España sobre el nuevo arte, precisamente en los años en que surgieron los primeros teóricos e investigadores españoles en este ámbito, como Luis Gómez Mesa, Villegas López o Carlos Fernández Cuenca.
Por otro, el narrador se vuelca en relatos como El boxeador y un ángel (1929) y Cazador en el alba (1930), que son su contribución a la prosa de la época, que, como buena parte de la poesía, exalta lo urbano, incorpora abundantemente artefactos y máquinas y, sobre todo, persigue sin cesar, como objetivo primordial, el hallazgo de metáforas que ofrezcan nuevos y sorprendentes ángulos de visión de la realidad.
Es la práctica que Ortega caracterizó como "el álgebra superior de las metáforas" y Domenchina denominó más tarde "epidemia catastrófica". Y Ayala, como hombre de su tiempo, no se mantuvo inmune a sus particulares virus. Aquí y allá saltan frases como "el corazón --puño de Dios- le golpeaba dura y eficazmente", "el niquelado cuello de cisne del gramófono comenzó a beber en el disco acentos norteamericanos" o "el cielo cubría de lana sucia el frío de la tierra".
La aventura del exilio, comenzada en 1939, empujó a Francisco Ayala hacia ámbitos diferentes: vivió primero en Argentina -hasta 1950, luego en Puerto Rico y, desde 1956, en Estados Unidos. Durante todo este tiempo, Ayala simultanea la docencia y la dedicación a tareas culturales -que incluyen la creación de la importantísima revista "Realidad"- con el ejercicio de la literatura, inevitablemente afectada por las nuevas circunstancias vitales.
No habrá ya la más mínima sombra de juego en la obra narrativa del autor, que, además, se nutrirá de las mismas preocupaciones que invaden sus ensayos. Los relatos de Los usurpadores giran en torno al denominador común de que "el poder ejercido por el hombre sobre su prójimo es siempre una usurpación", lo que parece emanación lógica de un profesor de Derecho Político desalojado de su país por una guerra fratricida y que, además, reflexiona sobre el motivo del cainismo en autores como Galdós, Unamuno y Antonio Machado.
Un Ayala preocupado -como era de esperar en un sociólogo- por el papel del escritor en la sociedad y por la comunicación "entre los intelectuales auténticos [...] y el gran público de masas", según confiesa en El escritor en su siglo, compone el relato "El colega desconocido" (en Historia de macacos, 1955), donde la función de la literatura y las jerarquías artísticas se convierten, gracias a una mínima anécdota, en materiales narrativos. Los problemas del escritor exiliado Camarasa en Muertes de perro trasponen al orbe de la ficción sentimientos que sin duda Ayala ha compartido, como demuestra el revelador ensayo titulado "Para quién escribimos nosotros", acerca de la situación del escritor español trasplantado a tierras americanas.
La contribución más importante de Ayala a la literatura narrativa está constituida por las dos novelas complementarias Muertes de perro (1958) y El fondo del vaso (1962), donde la historia del tenebroso dictador Bocanegra está contada con una complejidad de recursos que podría calificarse de cervantina.
En Muertes de perro, un primer narrador, el tullido Pinedo, alterna su relato con la inserción de las memorias de Tadeo Requena, o, mejor dicho, de fragmentos seleccionados y a veces resumidos por Pinedo. A estos dos puntos de vista de los hechos se suman otros, procedentes de noticias periodísticas, de la versión de Camarasa, de los informes del Ministro de España, de las cartas entre la abadesa y la viuda del senador o del diario de la adolescente María Elena.
Hay en la obra un espesor de voces y perspectivas que se cruzan y complementan, y algo parecido sucederá en la segunda novela. La idea orteguiana de que la realidad es algo inaprensible, porque sólo contamos con perspectivas parciales, adquiere una sólida contextura narrativa en esta historia acerca de la degradación del poder y del envilecimiento a que puede llegar el ser humano.
Esta obra narrativa -a la que habría que añadir los relatos de El jardín de las delicias o la recreación cervantina llevada a cabo en la novela corta El rapto- se desarrolla al mismo tiempo que una dilatada obra ensayística a la que ningún hecho contemporáneo es ajeno.
Literatura, medios de comunicación, cine, traducción, política y un sinfín de cuestiones actuales suscitan el interés de este intelectual siempre alerta que ya en 1958 bosquejaba cuál debía ser la misión del "hombre de letras" en la sociedad: "Escrutar con toda libertad el mundo [...], tratar de descubrir [...] el sentido de todo lo existente y ofrecer sus intuiciones plasmadas en obra a la consideración de sus semejantes con objeto de despertar en ellos intuiciones o percepciones análogas".