Ramón Masats llegó a Madrid para comérselo. Con la ambición de posicionarse como un fotógrafo profesional, demostrando a su padre que se podía hacer carrera con una cámara en las manos. Llegó en 1957 con su reportaje de los Sanfermines como carta de presentación. Nada menos. Con esas estampas del jolgorio pamplonica, crudas, claras y directas, se ganó inmediatamente la admiración del gremio fotográfico capitalino. Así empezó a recibir ofertas de trabajo.
La Gaceta Ilustrada fue la publicación que más cancha le dio mostrar su instinto para detener el tiempo en el momento justo. En el momento decisivo, que diría Cartier Bresson, al que Masats admiraba mucho. Esa confluencia de casualidades que hacían trascender una imagen más allá de la cotidianidad prosaica capturada por el objetivo.
En 1959, Masats recibió el encargo de hacer un reportaje en el Seminario Conciliar de Madrid. El fotógrafo catalán, unos días antes de San José, se personó allí con su cámara, entre todos aquellos seminaristas píos que aspiraban (supuestamente) a consagrar sus vidas a la propagación de la palabra de Jesucristo.
[La mirada irónica de Masats, en diez imágenes]
Pero entre aquellos muchachos, como era natural, había una energía tremenda a la que daban rienda suelta tras las clases de teología y derivados al salir al patio. Allí, en las canchas de arena con sus prescriptivas porterías organizaban pachangas multitudinarias. Masats entendió que ahí había un filón. Le llamó mucho la atención que los chicos pudieran regatear con las encorsetadoras sotanas. Pero vaya sí corrían, driblaban y chutaban, como si les persiguiera el mismísimo demonio.
Aunque dentro del campo, fue el desempeño del portero lo que más le llamó la atención. Masats, con su fino olfato, se situó tras la meta del chaval que se estiraba como un verdadero en pos de los balones disparados contra su marco. Y desde ahí apretó ‘el gatillo’ con celeridad, en múltiples ocasiones.
Luego, en la sala de revelado, se encontró que el material que había obtenido era mucho mejor de lo que había pensado en un principio. De aquel formidable cancerbero, cuya sotana era casi como una capa que le permitía volar, afloró a la luz una serie de palomitas espectaculares. Sobre todo una, con él suspendido en el aire, con su cuerpo el plena horizontalidad paralela respecto al suelo y su mano acariciando casi el balón, era absolutamente perfecta.
Una fotografía deportiva propia de un partido de la liga profesional, solo que en un contexto muy particular, que mostraba las paradojas de aquella España nacionalcatólica del franquismo. Raúl Cancio, su colega, decía: “Cuánto hubiera dado yo por hacer una foto así”. Impresionado por la absoluta belleza plástica que reflejaba, amén de las connotaciones simbólicas: esa juventud constreñida por ideales casposos. Hasta el Ernesto Valverde, entrenador actual de Ahtletic y gran aficionado a la fotografía, ha llegado a decir, con guasa, que ese portero es para ficharle de inmediato.
Al seminarista, en cambio, la foto con la que se quedó Masats no le hizo gracia. Unos días después de tomarla, en el Ya de los domingos, apareció. Él la vio y se mosqueó: “Fue un disgusto porque yo las paraba todas pero justo cogió la que fue gol”.