Imagen | El viaje de regreso

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A la intemperie por J.J. Armas Marcelo

El viaje de regreso

Cuando llegó a París, la Maga Calypso lo recibió con los brazos abiertos, le entregó de nuevo su cuerpo y su alma, lo hizo sonreír con sus cosas, le despertó sus sentidos con sus fragancias, sus olores eternos y todos sus deseos

24 noviembre, 2021 09:37

El poeta Cavafis se lo había advertido siempre: "Lo importante es el viaje". También le dijeron que volver era morir un poco, pero el héroe se empeñó en regresar a Ítaca después de aquella larga guerra. Ya en el aeropuerto de Ezeiza no lo no reconoció nadie. Y eso que su estatura sobresalía con mucho por encima de la media. En la ciudad vagó por las peatonales, fue al Luna Parr, pero sus puertas estaban cerradas y herrumbrosas. No cejó: estaba en su casa, a pesar de que nadie lo reconocía. Recordó el aviso de la Maga Calypso: "Quédate conmigo, Ulises, te ofrezco la inmortalidad". La princesa Nausicaa, que después escribiría en hexámetros dactílicos sus aventuras por el mundo, con la misma fuerza o más que Homero había descrito la famosa guerra mundial, también se lo había avisado: "Calypso tiene razón, no vale la pena regresar a la Isla, nadie te reconocerá". Ahora lo estaba viendo: ni en las plazas, ni en las grandes avenidas, ni en las librerías; nadie reconocía al héroe Guerrero mientras él caminaba solo, erguido, asomando su cabeza por encima de todos los demás.

Entró a comer en el Sorrento de la calle Corrientes, para probar un buen bife de chorizo y ver a algunos de sus viejos compinches, los compañeros de la vida a los que tanto recordó en el frente; entró otro día en el Fechoría y, esa noche, se llegó a la calle Talcahuano, a Caño 14: quería ver tocar el bandoneón a Pepe Basso, pero le dijeron que hacía rato que había muerto. Recordó los versos del gaucho luchador, Buenaventura Luna: "La amistad es como el vino, dulce cuanto más añeja,/ una conducta oreja hace a los buenos amigos". Pero ya no había amigos, ni lo reconocieron ni él reconoció a nadie en la ciudad a la que había regresado después de tantos años. Se llegó al Tortoni, el café preferido de Tiresias, el sabio viejo y ciego, pero ya no era lo mismo. Fue a La Biela, donde dice la leyenda que Adolfito atendía a su "secretario de señoras": "A las cinco, el té en el Alvear, con la señora Salas, hoy; y a las siete de la tarde, en su casa de Posadas, recibe usted a la señora Vilnes. Y no se olvide, cena con Silvina en al San Martín, con vermú incluido", enumeraba el "secretario de señoras" mientras Adolfito asentía como un dios de carne y hueso. Pero ya nadie había allí, ni nadie alcanzó a reconocerlo. Fue al Lola, justo al lado, y a la librería de la esquina en la que decían que estaba el libro póstumo en el que Adolfito echaba pestes de Tiresias, su amigo y compañero de toda la vida.

De repente, en un momento de locura reversible, tuvo la tentación de marcharse un rato a Chivilcoy, el pueblo lejano de la ciudad donde se había curtido en la soledad de las primeras armas, el lugar donde por primera se encontró y reconoció a sí mismo como lo que iba a ser toda la vida: un guerrero triunfante. Ulises reconoció su gran error: el regreso a aquella casa antigua que fue la suya, el reino con el que había soñado durante la guerra, la esperanza que lo mantuvo vivo junto a la astucia y los dioses, Atenea a la cabeza, la misma que le había robado con argucias a Áyax las armas de Aquiles al final de la última batalla, para que él, Ulises las luciera en su regreso glorioso, mientras escuchaba a Calypso, la Maga, gritándole mientras se alejaba por el mar: "Recuerda que eres mortal, recuerda que eres mortal". 

Ahora pensaba en regresar a su lado, en volver a la tierra de la Bruja, de la Maga, de Calypso, porque el regreso a casa había sido una mera ilusión, una vaga sensación de entusiasmo, un fallo descomunal, impropio de un guerrero triunfador y glorioso. Aún no era demasiado tarde, se dijo. Y, al día siguiente, sin tardanza, con las primeras horas de la mañana huyó de la ciudad que había ido a encontrar, la misma ciudad que lo había nombrado rey en su juventud y que ahora no le perdonaba su ausencia. Tomó el camino de la Boca y luego se embarcó para Occidente. Hizo el camino de vuelta con la mente en los versos de Cavafis: "Lo importante es el viaje". Las sirenas lo habían engañado: huyendo de ellas había entrado en la muerte infernal de su ciudad. 

Cuando llegó a París, la Maga Calypso lo recibió con los brazos abiertos, le entregó de nuevo su cuerpo y su alma, lo hizo sonreír con sus cosas, le despertó sus sentidos con sus fragancias, sus olores eternos y todos sus deseos. Ahí, en la noche, Ulises volvió a la cava, a escuchar a Brassens, Montand y Juliette Grecco; ahí los guerreros armándose hasta los dientes para una revolución constante que iba a llevar justo al minuto siguiente. Él mismo era testigo de su revolución, dueño de todo su tiempo, ebrio de jazz, literatura, música y felicidad. Ahí, en París escribió como si él estuviera tocado para siempre por los dioses del Olimpo. Una vez se peleó con un poeta de su vieja ciudad, que le reprochaba su ausencia. "Lo que usted ahí tarda un año en hacer una cosa, yo en París hago miles mejores que la suya y en una sola semana", le contestó como final de la polémica. Ya era eterno. Siglos después, en todo el mundo se seguían leyendo sus aventuras y sus escritos. Una secta de lectores de todas las culturas adoraban sus libros. Calypso había cumplido su encantamiento: Ulises es inmortal.

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