He vuelto a La Habana después de mucho tiempo a pasar el fin de año que hemos dejado atrás. Todo sin moverme de mi casa, sin levantarme del sillón nórdico de color mostaza donde suelo sentarme a leer por las tardes. He vuelto al clima húmedo de la Ciudad de las Columnas, a sus caminantes que se bambolean como si estuvieran a punto de comenzar un mambo a cada paso. He vuelto a una Habana que nunca conocí ni pisé porque La Habana a la que he vuelto con los ojos llenos de asombro y sorpresa es la de Lezama Lima, la ciudad que el gran poeta “desarrolló” y dio vida en Paradiso: La Habana de José Cemí, el alter ego del propio Lezama.
En esta novela no apta para lectores simples -tan abundantes como inútiles-, el poeta se hace novelista página a página sin salir del ritmo lírico que exige siempre el poema. En realidad lo que ocurre en Paradiso no es sólo un misterio extraordinario sino un milagro literario fuera de lo común: es la descripción constante y musical de una ciudad única, la misma de la que Lezama Lima nunca se movió, de su verso, de su ritmo, de su relato poético, de sus gentes, de su tremenda sensualidad. Y ahí está uno de los secretos de Paradiso y su increíble milagro, porque su Habana no es para todo el mundo.
Esa barroca sensualidad cincela sin cursilería alguna, sino todo lo contrario, cada una de las palabras que el poeta elige, encuentra y escoge para su eterna narración. Así construye su ciudad, esa ciudad que nunca existió y que, sin embargo, es una de las que seguiremos encontrando en nuestro tiempo imaginario, paralela y gemela de la de Gastón Baquero en Testamento del pez, la de Alejo Carpentier en cada rincón de sus magníficas páginas, la de Cabrera Infante en Tres tristes tigres y La Habana para un infante difunto.
Y, sin embargo, esas Habanas siguen vivas en la palabra de poetas y narradores, en los textos de los ensayistas que buscaron retratar esta ciudad inasible, profunda, única y eterna. La Habana que existe y que sufre ahora no es La Habana de Paradiso, tan edénica, tan llena de secretos poéticos, tan pletórica de sensualidad. Una ciudad que estaba llena de paseantes que se hablan entre párrafos y que dan vida a un mundo ciudadano que escritores extraordinarios, Cortázar por ejemplo, han comparado con el Ulises de Joyce.
En este mismo sentido, pero todo lo contrario, un escritor español que no ha entendido que su lengua, en la que él escribe, también es americana, y caribe, en este caso, confesó que Paradiso le parecía “un 'Ulises para mulatos'”. En fin, a cualquier cazador se le escapa una paloma e, incluso, como en este asunto, un elefante monumental como es la novela de Lezama Lima.
Lo que ocurre en 'Paradiso' no es sólo un misterio extraordinario, sino un milagro literario fuera de lo común
A la llamada Revolución cubana no le gustó Paradiso y no muchos jóvenes escritores que vivieron aquella época estuvieron de acuerdo con que la novela fuera extraordinaria ni fuera de serie. Muchos la juzgaron con desdén intelectual, pero se equivocaron porque la novela siguió caminando sola y encontrando los lectores cómplices que la han convertido en un texto que se sigue leyendo en todo el mundo.
Claro que no es de lectura fácil. Al contrario: leer Paradiso es una epopeya gozosa, una conquista de gran complicidad del lector con el texto y me refiero al lector que entra en el texto sin ninguna objetividad sino con ganas de abrazarlo y establecer con él, con el texto de la novela, una relación sentimental e intelectual que raya la sexualidad.
Claro que Paradiso es un festín literario que no es para todas las bocas ni todos los ojos, pero es también un palacio construido con palabras, sólo con palabras que consiguen que el lector viaje a esa ciudad y la busque página a página para andarla, conocerla y recordarla para siempre. Leer Paradiso es un a conquista de valientes que implica atravesar el tiempo de Góngora y alcanzar otro barroco que se ha revitalizado en el Caribe: el que la leyó lo sabe.
Me he pasado un fin de año feliz releyendo Paradiso. Recuerdo las veces que he estado físicamente en La Habana y no me parece que esa experiencia sea mayor que esta relectura de un texto tan único como la ciudad protagonista de la novela, una ciudad que el poeta ha fundado con su palabra perfecta, inventando palabras como calles y barrios. Recuerdo las veces que fui a la calle Trocadero 162, bajo, a la casa en que siempre vivió Lezama.
Recuerdo, mientras leo mi edición de Paradiso, la vez que tuve en mis manos, en la Biblioteca Nacional José Martí, el original (o lo que queda de él) de Paradiso y la tentación que me inundó para llevarme clandestinamente algunas de aquellas páginas sagradas de letra menuda y tinta verde. Un privilegio inolvidable. El que lo vivió lo sabe.