Acabo de ver Cerrar los ojos, la película de Víctor Erice que, según dicen los que saben de cine, es su testamento. No sólo me ha interesado mucho la trama del drama, sino todos esos elementos necesarios para que el cine sea un arte de verdad y no únicamente un espectáculo de entretenimiento.
Lo más tremendo de Víctor Erice es que es un artista que hace lo que quiere y lo hace muy bien. No sólo es un artista cinematográfico indiscutible, sino un director fuera de serie. El resultado de su trabajo es extraordinario, de una solidez extraterritorial dentro del cine español y de una profundidad que va más allá de cualquier adjetivación.
En fin, Cerrar los ojos es cine puro, desde mi punto de vista, que no es el de un crítico experto, por supuesto, ni el de un cinéfilo “profesional”, sino el de un escritor informado que no busca el arte por pasar el tiempo sino por aprender, por algo semejante a la “necesidad” con la que el monstruo maravilloso de Quasimodo abrazaba a la gitana Esmeralda al final de la tragedia.
En cuanto al cine, hace tiempo que he regresado a ver películas en blanco y negro. Cuando cae la tarde de este otoño, busco en mis “carteleras” televisivas alguna de aquellas grandes películas que, de adolescente y en mi primera juventud, me dejaban paralizado ante la enorme pantalla de las salas de cine más socorridas de mi ciudad natal.
[El estilo Savater, de J. J. Armas Marcelo]
Inolvidables ratos a los que ahora vuelvo, tal vez como una manera melancólica de “cerrar los ojos” y rechinar los dientes ante tanta injusticia y tanta basura. Tal vez sepa ya donde está el secreto: soy un escritor del siglo XX que se niega a entender que lo que estamos viviendo en estos años del nuevo siglo sea parte de la civilización a la que pertenezco y me he sentido atado durante toda mi vida.
No sé si Cerrar los ojos será la última película que dirija y haga Víctor Erice. El artista ya está metido en ese barullo terrible que va más allá de los ochenta años de edad, y el esfuerzo y la energía que se requieren para hacer una película de su estilo y altura no están al alcance de cualquiera. Erice no es cualquiera en España y fuera de España, en el cine y fuera del cine. Su prestigio es un bien ganado a pulso, arrancado a golpe de esfuerzo y talento desde la luz de los dioses. Y ahí está el resultado.
He seguido película a película la vida artística y pública de Víctor Erice, convencido siempre de que era un artista distinto; un artista que sorprendía por la brillantez y la profundidad de sus películas; un artista extraño para un mundo como el de España, donde hay que seguir siempre ciertas pautas no escritas que ayudan a un “triunfo” público en el que el ganado sumiso aplaude a rabiar al nuevo héroe público en el que se reconoce y con el que se emociona y casi justifica su sórdida existencia.
Erice, lo he dicho antes, es un extraterritorial que no conoce límites; un artista al que no le interesa cortejar la lisonja ni el dinero, sino cierta difícil y contundente manera de hacer las cosas y dejar su huella a fuego como una firma irreductible y única.
Ese es Erice: un cineasta al que nunca hemos visto rebajarse en la sonrisa del cínico ni darle la mano cómplice a ministros del ramo que, por regla general, no tienen ni la más mínima idea de lo que significa el arte cinematográfico, desde la luz a la fotografía y desde el guión a la interpretación, desde la tramoya de un estudio hasta la búsqueda a veces desesperada de un simple título.
[Matar a Camus, de J. J. Armas Marcelo]
Ya sé que la fiesta debe continuar si el cine español no quiere decaer lentamente entre las bambalinas de una mediocridad siempre acuciante. Ya sé que escribir de cine es difícil y que ya hay dogmáticos que creen que lo han inventado y que más allá de ellos y de sus opiniones no hay horizonte posible, pero yo siempre volveré al cine en blanco y negro, aquel fastuoso espacio en que se movía el cine, y el entonces denostado cine español: entre la sumisión política, la miseria humana y el disimulo, el arte siempre abriéndose camino.
Y el artista, ese ángel caído en desgracia buscando la luz más bella o la mueca más horrenda del actor, sacando de la nada un mundo distinto que no existía antes de la película ni existe fuera de ella. Pero, en fin, si cuento los años en lo que he estado siempre pendiente del cine, tendré los arrestos suficientes para poder decir hoy, después de ver Cerrar los ojos, que el nombre de Víctor Erice está al frente de los grandes directores del cine español desde el principio hasta el final.
Mi enhorabuena al artista. Mi agradecimiento por su ejemplo ético y por su estatura estética y artística sin par, hombre fuera de tribus y elogios: un Prometeo de los de verdad.