Para los más jóvenes, y para los que ya no lo recuerdan gracias a su debilidad congénita de su memoria, el M.P. era un periodista mítico llamado José Luis Martín Prieto. Un periodista al viejo estilo de los periodistas de San Francisco, California, en el tiempo de las grandes películas en blanco y negro, de las fantásticas revistas literarias del mundo y de los primeros programas de televisión que llaman talk show.
Leído, culto, viajero, gran escritor, brillante contador de historias, dipsómano empedernido y observador del mundo, el M.P. cubrió mil batallas callejeras, escribió incontables reportajes de su época, en la que era un personaje memorable y sobresaliente.
En estos días de febrero, me dio por pensar en su vida y sus hazañas periodísticas y vitales, para lo bueno para lo malo, y recordé la leyenda que salió de la redacción de su propio diario de entonces, El País.
[ M.P., una leyenda en el Far West, de J. J. Armas Marcelo]
El M.P. habían sido destacado por Cebrián a seguir el Consejo de Guerra que se celebraba en Campamento, Madrid, contra los militares sublevados en el 23-F. Recuerdo que esas crónicas diarias del M.P. eran perfectas secuencias y fotografías de las sesiones del juicio.
Los lectores del periódico, entonces contados por cientos de miles, iban inmediatamente que cogían el diario en las manos a primera hora de la mañana a leer los reportajes del M.P., aplaudidos y comentados hasta en las barras de los bares por la inmensa mayoría. Ese fue uno de los grandes momentos de la biografía profesional del M.P., del que, desde luego, podría escribir un libro lleno de sustancia y humanidad.
En ese tiempo no había computadores, ordenadores ni pantallas, de modo que todo se trabajaba en viejas máquinas de escribir que llenaban de ruido las horas de tarea de los periodistas en su redacción. El M.P. se pasaba en el interior del local donde se celebraba el juicio todas las horas de la mañana y llegaba a escribir al periódico su crónica de los acontecimientos que había visto y oído unas horas antes.
Día tras día, sin un fallo, cuadraba los hechos y sus lectores tenían ellos mismos la sensación de haber estado presentes en el juicio de Campamento. Después de entregar “el artículo” sobre las siete o las ocho de la noche, el M.P. se se despedía de los jefes hasta el día siguiente y se bajaba a la barra de un bar muy cercano al periódico a tomarse cuatro o cinco vasos, o los que fueran, según era su costumbre, y al final se marchaba a casa a dormir.
[La leyenda del M.P., de J. J. Armas Marcelo]
Uno de esos días entregó su crónica, se despidió de los jefes, se fue a la barra del mismo bar de todos los días, se trasegó con placer los vasos del frecuente ritual y se marchó a su casa a dormir. Pero sucedió un imprevisto: la crónica se perdió y no había copia.
La buscaron por todos lados y no apareció, de modo que Cebrián tuvo que dar la orden de que fueran a buscar a su casa al M.P., que, a esa hora, estaría en su casa “en los brazos de Amor Feo”, como decía mi viejo barbero del barrio de Vegueta, en Las Palmas de Gran Canaria, y tratando de digerir los vapores de los whiskies de su costumbre.
Los mensajeros del periódico llegaron a su casa y Cristina Scaglione, la mujer y lo mejor del M.P., les dijo que estaba durmiendo la curda como si estuviera en otro mundo. Había que despertarlo, eso era urgente, ducharlo y darle un libro de café, según orden de Cebrián, porque se había perdido la crónica del día del juicio del Campamento y el M.P. temía que ir de nuevo a la redacción del periódico y escribir otra vez el reportaje perdido.
Con mucho esfuerzo, lo consiguieron y el M.P. volvió al periódico, se sentó silencioso y un poco cabreado ante la máquina de escribir y empezó a golpear las teclas de las letras sin faltar ni una vez, una a una, de su nuevo reportaje que supliría al perdido. Terminado el trabajo, en silencio, el M.P. se despidió según la costumbre, se bajó al bar y volvió a echarse cuatro o cinco vasos de su bebida favorita.
[Matar a Camus, de J. J. Armas Marcelo]
Al día siguiente, los lectores volvieron a sorprenderse de la solidez intelectual y de la brillantez periodística del M.P. Sin sospechar lo que había sucedido la noche anterior con la pérdida del primer reportaje.
Pasados cinco o seis días, como por arte de magia o justicia poética, el reportaje perdido apareció bajo un montón de papeles destinados a la basura. A los más avispados de sus compañeros se les ocurrió cotejar la literatura de los dos reportajes, el perdido y reaparecido y el otro, el que apareció publicado en el periódico.
Para asombro de todos, los dos reportajes eran exactamente iguales. Ni siquiera se le había cambiado una coma al publicado, mucho menos un adjetivo. Eran hermanos monocigóticos: un milagro en el periodismo español. La viaje escuela estética de ese mismo periodismo había triunfado una vez más.
De modo que la legendaria proeza del M.P. salió de boca en boca de la redacción de El País, donde en aquella época el M.P. era un dios adorado en lo más alto, y corrió por todos los corrillos urbanos del resto de los periódicos, entró y salió de los cenáculos intelectuales y políticos de todo Madrid y Barcelona, y llegó después a todos los confines de este reino de taifas que es España.
Después hubo otros tiempos, otros triunfos y algunos fracasos en la vida del M.P., hasta que llegó la decadencia que a todos nos llega y la muerte sorpresiva que nadie esperaba.
Hoy, con este recuerdo al M.P., cuyo nombre aparece en II tomo de mis memorias profusamente, hago un esfuerzo de alcohol (porque hace años que ya no bebo nada) y me tomo un vaso de los del. M.P. en plena madrugada, como homenaje a mi inolvidable amigo, como justicia a su memoria y como cántico a la libertad de la vida. Salud, fuerza y unión. Buenas noches y buena suerte.