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En plan serie por Enric Albero

Barry/Villanelle: asesinos en serie

31 mayo, 2019 10:11

La segunda temporada de Barry arranca con su protagonista saliendo a las tablas. En su última aparición, Barry Berkman (Bill Hader), ‘saldrá de escena’ enfilando un pasillo oscuro tras haber aniquilado a un clan de narcotraficantes.

En el episodio cuarto de la segunda entrega de Killing Eve, Villanelle (Jodie Comer) está en Ámsterdam, sentada en una mesa que da a un canal. Lleva unos ostentosos pendientes fabricados por Christian Lacroix en los 80 y una no menos llamativa blusa rosa de Rosie Assoulin, un conjunto que rima con el famoso vestido de Molly Godard de la temporada inaugural. Inopinadamente, una transeúnte con trazas de influencer le pide una foto para su Instagram a lo que Villanelle, con su rictus robótico, se negará espetándole un “get a real life” que la dejará picueta.

En las dos series, sus protagonistas enfrentan su condición psicopática fabricándose una versión alternativa de sí mismos (o varias) que les permita lidiar con su día a día. Barry lo hará valiéndose de los recursos que le proporciona la interpretación, mientras que Villanelle irá redefiniéndose mediante prácticas ligadas al consumo y a la posesión. Los dos, por más que existan notables diferencias entre ellos y sus objetivos finales sean bien distintos, luchan a su manera contra su incapacidad para sentir.

La 2T de Barry pivota alrededor de un concepto íntimamente vinculado al hecho artístico: el uso de la ficción como estrategia para asumir una realidad traumática. Es lo que intenta Sally (Sarah Goldberg), la novia de Barry, al escribir su pequeña pieza teatral basándose en el maltrato que sufrió en una relación anterior. A lo largo de los episodios veremos que, ni los hechos son como ella cree recordarlos (primero afirma que se revolvió contra su agresor para luego comprobar que no fue así), ni resulta tan sencillo fijar los límites entre representación y realidad cuando ambas se funden sobre el escenario. Luego les contaré una cosa sobre Robert Mitchum.

A Barry le sucede lo mismo que a su compañera (recuerden que utiliza el apellido Bergman o Block según a qué se esté dedicando en cada momento). Las clases de Gene Cousinaeu (Henry Winkler) le han servido para somatizar su pulsión asesina y, de algún modo, han despertado su humanidad hasta el punto en que, en un determinado momento, se descubre incapaz de matar. La actuación le sirve para confesar, convenientemente disfrazadas (para eso está la ficción), las atrocidades cometidas en el pasado y librarse, en la medida de lo posible, de esa carga psicológica que cada vez le pesa más. El problema está en que ni su manager criminal ni sus anteriores clientes ni la policía saben quién es Stanislavski. Así que mientras él trata de evitar que la parte más oscura de sus memorias salga a luz procurándose una nueva biografía en la que se incluya su pasión por la escena y su integración en los estándares de la normalidad, los hechos desencadenados en la 1T le persiguen como un velociraptor a régimen. Fuches (Stephen Root) quiere que vuelva a cobrar su salario por matar (para así llevarse la comisión de su representado), Hank (Anthony Carrigan) que le ayude a entrenar al pequeño ejército que le permitirá acabar con sus competidores bolivianos y birmanos, y el detective Loach (John Pirruccello) resolver el asesinato de su compañera Janice Moss (Paula Newsome) a la que, no lo olvidemos, Barry mandó a criar malvas, aun siendo la novia de su mentor Gene, porque lo había descubierto (así terminaba la 1T). Lo de Mitchum no se me olvida, tranquilos.

Barry sigue siendo esa mezcla esquizoide entre Dexter y Opening Night (John Cassavetes, 1977), una serie que en su segunda temporada logra que esos dos géneros tan dispares funcionen aún más armónicamente y que, además, se atreve a modificar su propio ADN genérico y narrativo, transformándose en un artefacto cada vez más complejo. Si estamos ante una teleficción con un protagonista escindido (¿psicópata, actor o las dos cosas a la vez?) que busca la catarsis a través del arte dramático, ¿no es hasta incluso lógico que la ficción que nos cuenta todo esto sea, también, capaz de cambiar en la medida en la que lo hace su protagonista?

Todo esto viene a cuento de ‘Ronny/Lily’, el quinto episodio de la temporada, una pièce de resistance que, a pesar de estar incluida dentro del arco narrativo de la temporada, supone un bloqueo del relato y un claro cambio de género. Como ya sucedía en no pocos capítulos de Atlanta (con la que comparte, además de al director Hiro Murai, otros muchos rasgos rupturistas), en este 2.05 no hay progresión dramática, no se cuenta nada. O prácticamente nada. Tan poco que se resume en una línea: Barry, chantajeado por el agente Loach, tiene que matar al amante de la exmujer del policía. El episodio es eso: un tipo tratando de matar a otro (con la ayuda de Fuches) y la aparición de la hija de este. 30 minutos. Se podría parecer a las peleas de Peter Griffin con el pollo gigante en Padre de familia -de hecho, se parece- sino fuera porque además entran en juego otras cuestiones. Sin perder su vis cómica (¡el momento superglue!) ni su carácter de serie sobre asesinos, Barry se transforma en un cortometraje de vampiros. Y la mutación arranca en los créditos, que por una única vez aparecerán sin que suene el jingle habitual. Y seguirá con la puesta en escena: tomas reposadas que nos permiten observar un encadenado de secuencias de acción (la víctima es un multipremiado exluchador de taekwondo a la par que fumeta lánguido) en la que el dinamismo lo ponen los actores y no el montaje (el trabajo físico es impresionante). De un actioner se pasa a una suerte de híbrido del horror que va de los vampiros a los zombis pasando por el slasher. La culpa la tiene la hija del objetivo, que regresa a su casa vestida con su uniforme de artes marciales y trata de eliminar al asaltante (un Barry que parece un extra de peli de Bud Spencer y Terence Hill). La cría salta como una pulga puestísima de MDMA, reparte hostias como si estuviera en un curso de seminaristas impartido por Bruce Lee y se maneja con los objetos afiliados como si acabara de ganar Master Chef ‘Ninja Edition’. La secuencia en el coche, el mordisco a la cara de Fuches (y esas imágenes de la chiquilla apostada en el tejado como una gárgola o frente al coche con la boca llena de sangre) y la muerte definitiva del padre en un supermercado, nos remiten a estos tres subgéneros del terror que Bill Hader (que escribe y dirige esta locura) demuestra dominar, amén de saberlos integrar en el arco dramático general.  El uso de la luz (todo pasa en un día), el manejo del suspense y la planificación a partir de escalas amplias (la niña subiéndose al tejado o entrando en el coche funcionan gracias al plano general) demuestran que estamos ante un tipo con talento. Dentro de las convenciones de la ficción serial televisiva esta es otra de esas felices anomalías, un cuerpo extraño que corrompe una determinada tradición, que ayuda a empujar los límites de un formato cada vez menos acotable (afortunadamente).

Por último, cabe mencionar que los aportes autobiográficos que Bill Hader incluye en la trama son evidentes, así que el juego referencial también funciona a ese nivel: la experiencia personal liberada a través de la ficción. Hader, que no duda en establecer comparaciones entre el crimen organizado y el show business, se hace un selfie con la industria al fondo y revela el funcionamiento de las audiciones, la importancia del aspecto (y de la suerte), la eterna lucha entre el entretenimiento y el arte, el alto número de producciones basura que nos acechan, la ‘feminización’ de la industria (el feminismo como activo empresarial sustituyendo al feminismo como movimiento social), o los vaivenes emocionales que implica dedicarse a ser otras personas durante bastantes horas al día… Todo eso está en Barry. Y por eso es tan grande.

Lo de Bob. En Nice Girls Don’t Stay For Breakfast (Bruce Weber, 2018), el documental que el famoso fotógrafo dedica a Robert Mitchum, Polly Bergen recuerda la secuencia de Cape Fear (J. Lee Thompson, 1962) en la que Mitchum, que interpreta al psicópata Max Cady, la viola. Cuenta una ya anciana Bergen, que el actor de Retorno al pasado la agredió durante el rodaje de esa escena y que si Thompson no hubiera gritado ‘corten’ la habría violado (el director no dio la orden por eso, sino porque ya tenía lo que necesitaba). Cuando Mitchum/Cady le quitó los tirantes del camisón, le restregó un huevo roto por los pechos y la aplastó contra la pared, cogiéndola de los brazos y haciéndole daño, Bergen sintió pánico. Mitchum ya no era Mitchum sino Max Cady. Cuando Thompson paró la acción, cuenta la actriz, al actor le cambió la cara. La miró sorprendido y le preguntó si estaba bien, como si no supiera exactamente que había pasado. Inmediatamente, la abrazó con ternura. Polly Bergen confiesa en el documental de Weber que, en ese momento, se enamoró de él. (Esto también está en Barry).

LO QUIERO TODO

Si asumimos que la representación (dramática en el caso de Barry) remite al ámbito de la apariencia (hacer que una cosa sea otra, que un actor sea un personaje), convendremos que Villanelle también pertenece al mundo del espectáculo, aunque quizá su noción de espectáculo sea más postmoderna y esté más próxima al mundo de la moda que al del teatro. Villanelle es alguien incapaz de sentir. Lo dice ella misma en varias ocasiones. Su insensibilidad le permite quitar vidas como al Banco Central Europeo subir los tipos de interés. Tipas y tipos que ni sienten ni padecen. No obstante, al contrario que Barry, Villanelle no tiene intención alguna de redimirse ni de dejar de incrementar la demanda funeraria.

Para cumplir con sus encargos criminales, nuestra camaleónica ‘protantagonista’ va asumiendo diversos roles y luciendo un outfit diferente para cada uno ellos. A esa condición actoral que implica un cierto grado de posesión hay que sumarle el vestuario. Villanelle lleva diseños de Alexander McQueen, Isabel Marant, Loewe, Armani o Helmut Lang (para saber más, aquí), vestimenta que va cambiando casi en cada secuencia y que tiende a la mezcla de marcas y de estilos (algo que la convierte en alguien inconfundible y que está en consonancia con su personalidad: es la Mortadelo de la Haute Couture). Pero más allá de que a Jodie Comer le quede todo bien, aquí lo importante es la compulsión consumista que revelan estos gestos: para alguien insensible, poseer es sentir y cuando los objetos pierden esa aura de novedad, se sustituyen por otros (¿y si ahora digo Rosebud?).

De hecho, ese es prácticamente el único rasgo conductual que nos permite analizar a alguien que, en líneas generales, se comporta como una niña que todavía no sabe distinguir el bien del mal, que únicamente obedece a sus impulsos sin necesidad de justificarse y, lo que es mejor, sin necesidad de sentirse comprendida por nadie. Excepto por Eve (Sandra Oh).  Si a Barry el veneno del teatro le ha inoculado unos miligramos de empatía, a esta babyface killer, su perseguidora hace que el corazón se le vaya por alegrías y que el Gato Pérez se le ponga a rumbear en el sótano donde se guarda el placer.

Jodie Comer as Villanelle in Killing Eve, season two.

En esta teleficción one-to-one -que es para lo que ha quedado la serie- el reverso oriental, moreno y policial de Villanelle es la agente que la persigue. De hecho, en una segunda temporada que asume públicamente que su planteamiento y su desarrollo son absurdos -la conversación entre Eve y el profiler Martin (Adel Akhtar) en el 2.07 lo expresa tan claramente que no es necesario ahondar más-, lo más interesante hay que buscarlo en este duelo interpretativo y en ‘lo aparente’ (lo superficial). Eve y Villanelle funcionan como dos caras de una misma moneda, de ahí que se insista en vincularlas a través de los espejos, quizá el objeto más empleado en esta 2T (tanto para indicar similitud como para marcar la escisión psicológica que experimenta Eve, tal y como se ve en el episodio sexto). Aunque el cristal de la ley las separe, ambas están unidas por la fascinación que sienten la una por la otra (Eros y Tánatos luchando a brazo partido) y tratan de atraerse cada una hacia su lado. Hay dos secuencias que lo ejemplifican muy bien: en la primera, Villanelle asesina a la asistente de Amber Peel (Shannon Tarbet) lanzándola contra un vehículo. Tras hacerlo, mirará hacia el frente y el contraplano nos remitirá a Eve, quien, azorada, le devuelve el gesto desde detrás de un cristal. En la secuencia clave de la temporada, la del asesinato de Raymond (Adrian Scarborough), el cuerpo de la víctima se nos escamoteará en el punto álgido de la acción y todo quedará reducido a un juego de miradas entre las dos, con Villanelle logrando que su reflejo se comporte como ella (uno de los movimientos de cámara más repetidos de la temporada es el travelling de acercamiento hacia los personajes; de hecho, a pesar de ser movimientos suaves, la cámara no para quieta, como si ese poder de atracción que las protagonistas tratan de ejercer motivara su trazado). La vista es, en el fondo, el sentido que desata la posesión (“codiciamos lo que vemos” que decía Hannibal Lecter). Eve y Villanelle no pueden ‘tenerse’ de otra manera -puesto que el apartado físico del componente sexual no ha entrado en juego- que no sea observándose, la agente del MI6 se embelesa comprobando la ausencia de límites de la asesina; Villanelle intuye que detrás de la ordinaria pose de su némesis se esconde un alma gemela.

La temporada se estructura en torno a la unión Eve/Villanelle (o servicios secretos/organización criminal) para dar caza a un nuevo villano: Aaron Peel (Henry Lloyd-Hughes). Peel es otro ‘poseedor’ nato, un demiurgo con mirada panóptica que toma aquello que quiere en virtud de su dominio del big data; alguien que controla a sus huéspedes gracias a la red de cámaras instaladas en su palazzo romano; un serial killer que arrebata vidas como si ese fuera el acto de posesión último, la versión premium de reservar para ti solo el mejor restaurante de la ciudad o de comprarse un one-off de Aston Martin. Peel, que es el modelo masculino y high-tech de Villanelle, es asesinado frente a un espejo, contemplando su propia muerte en un gesto paradójico, toda una implosión conceptual. Así, la segunda tanda de episodios de esta producción de la BBC America que aquí se puede ver a través de HBO España; un 2T que invierte los términos de su temporada precedente (solo hace falta ver el ¿final?), es más atractiva por sus piruetas formales que por su (arbitraria) construcción dramática. El juego que en ‘Desperate times’ (2.04) se establece con la pintura atribuida a Jan de Baen, The Corpses of the De Witt Brothers, y la puesta en escena del crimen con el que se cierra el episodio, invitan, de nuevo, a pensar en la estrecha relación entre la creación y la muerte. Villanelle, emulando a Oscar Wilde, hará que la vida imite al arte y utilizará su talento para el homicidio (fabricará nuevas imágenes de sí misma para seguir matando); Barry buscará en la interpretación un refugio que lo aparte de su naturaleza psicópata.  Los dos utilizarán la representación para sobrevivir.

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