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Entreclásicos por Rafael Narbona

Julián Marías, un maestro para el siglo XXI

22 enero, 2019 10:00

Liberal, católico y antifranquista, Julián Marías ha corrido la misma suerte que otros intelectuales de su época. Al igual que Xabier Zubiri, Manuel García Morente, Pedro Laín Entralgo, José Gaos, Paulino Garagorri o José Luis López Aranguren, ha desaparecido del panorama actual, pese a que en 1985 –una fecha nada remota– su obra España inteligible logró convocar a varias generaciones de lectores, suscitando un fructífero debate. Julián Marías, el discípulo más aventajado de Ortega, desarrolló una fecunda actividad como filósofo, ensayista, crítico de cine, conferenciante y articulista, y lo hizo con una claridad y una elegancia impecables. La profundidad de su pensamiento rehuyó siempre la pedantería y el hermetismo. Su estilo diáfano y preciso tiende un puente entre la tradición y la necesaria renovación de las grandes ideas políticas, culturales y religiosas. No es un conservador intolerante, pero tampoco cree en la ruptura con el pasado. La civilización sólo avanza mediante una continuidad razonada. Las posiciones inmovilistas son tan dañinas como los cambios traumáticos.

España inteligible no es un ensayo histórico más, sino un preciado fruto de la “razón histórica” tal como la formuló Ortega y Gasset. Ortega nos enseñó que no es posible comprender al hombre sin estudiar su circunstancia, su historia, su evolución en el tiempo. La razón físico-matemática sólo se ocupa del ser humano como naturaleza. Es una forma legítima de proceder, pero enormemente limitada, pues sólo contempla los aspectos cuantitativos. Primariamente, el hombre es biología, sí, pero su esencia –o, si se prefiere, su personalidad individual y colectiva– no es producto de las leyes naturales, sino de su devenir histórico. “El hombre no es, vive”, escribe Ortega, subrayando nuestro propósito de ser algo, de idear y realizar un destino. Julián Marías parte de esta teoría en su análisis de España, destacando la existencia de una voluntad colectiva que se forjó poco a poco hasta madurar y cristalizar en una de las primeras naciones europeas. Quizás la más antigua, pese a las objeciones de muchos historiadores que alegan razones de carácter formal. La doble monarquía de los Reyes Católicos no era un Estado-nación en el sentido moderno de la expresión, pero sí implicaba un anhelo de unidad que desembocaría en la guerra de Granada, la conquista de la Indias y la expansión por Italia, creando un espacio político moderno, flexible y cohesionado.

España no existiría como nación sin el dinamismo y la ambición de la Monarquía Católica, pero no sería el mismo país sin su experiencia del otro. Su contacto con el Islam y el judaísmo –combatidos, sí, pero también admirados e incorporados a nuestra lengua e historia– abolió desde muy temprano el odio y el desdén hacia otros pueblos y razas. El racismo apenas lastra la historia de España. No es posible justificar la expulsión de los judíos y los moriscos desde la perspectiva humanitaria de nuestros días, pero en su época se interpretó como una medida política necesaria para garantizar la hegemonía de la fe cristiana, factor esencial en cuestiones de seguridad, orden público y cohesión social. Pese a todo, el afán de unidad coexistió con la apertura a la diversidad. Conviene recordar que España inteligible se subtitula Razón histórica de las Españas. Hay muchas formas de ser español. Las diferencias entre vascos, gallegos, catalanes y el resto de las regiones constituyen la evidencia de esa rica pluralidad. La síntesis de sus peculiaridades forjó España, alumbrando una manera de estar en el mundo. Sucedió lo mismo con Hispanoamérica, que se unificó culturalmente gracias al idioma español, asimilando los grandes logros de la cultura europea: Grecia, Roma, el Renacimiento, el Siglo de Oro.

La Hispanidad no está exenta de calamidades, pero su importancia histórica se sitúa en el mismo plano que la romanización. El latín, el derecho romano y las obras públicas sentaron las bases de una próspera y fecunda civilización que nunca desdeñó el mestizaje o las costumbres locales. Igualmente, los colonizadores españoles, lejos de mantener apartados a los nativos, se mezclaron con ellos, engendrando una sociedad plural y diversa. Al mismo tiempo, construyeron iglesias, teatros, tribunales, audiencias. Surgió de este modo una unidad complejísima, basada en valores culturales y no en criterios étnicos. Muy pronto, el español se convirtió en una lengua viva, real, efectiva, con grandes escritores como el Inca Garcilaso de la Vega, Juan Ruiz de Alarcón o Sor Juana Inés de la Cruz. “Para España –escribe Julián Marías–, el hombre ha sido siempre persona; su relación con el Otro (moro o judío en la Edad Media, indio americano después) ha sido personal; ha entendido que la vida es misión, y por eso la ha puesto al servicio de una empresa transpersonal; ha evitado, quizá hasta el exceso, el utilitarismo que suele llevar a una visión del hombre como cosa; ha tenido un sentido de la convivencia interpersonal y no gregaria, se ha resistido a subordinar el hombre a la maquinaria del Estado; ha sentido la vida como inseguridad, no ha creído que su justificación sea el éxito: por eso la ha vivido como aventura y ha sentido simpatía por los vencidos. La obra en que lo español se ha expresado con mayor intensidad y pureza, la de Cervantes, respira esta manera de ver las cosas”.

Julián Marías sostiene que España, una nación que empezó a gestarse durante la Hispania romana y que alcanzó su definitiva madurez en 1810 con las Cortes de Cádiz, siempre ha encarado el futuro con un proyecto de civilización y concordia. Su etapa imperial se atempera durante el siglo XVIII, cuando el reformismo borbónico moderniza la sociedad, creando las estructuras necesarias para el progreso material y la expansión de la economía. Julián Marías refuta que la desaparición de la Casa de Austria provocara una crisis en la conciencia nacional: “Los Borbones realizan, de manera ligeramente matizada, la continuidad de la historia iniciada con los Reyes Católicos”. De hecho, “el siglo XVIII es admirable, y mucho más creador de lo que se piensa”. Como apunta Jovellanos, Felipe V, “conociendo que no puede hacer feliz a su pueblo si no le instruye”, funda academias, seminarios, bibliotecas, pinacotecas. Por eso, “en un reinado de casi medio siglo le enseña a conocer lo que vale la ilustración”. Fernando VI continúa esa política y Carlos III la consolida y culmina. La promoción de la cultura en el XVIII propiciará el florecimiento de las grandes ideas de libertad, justicia social y fraternidad en el XIX.

En la historia de España, apenas hay saltos. Esa continuidad se aprecia en el dominio de las letras y las artes. El romance es la forma predominante de la poesía española. Lope de Vega, Meléndez Valdés, Unamuno, Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez escriben romances. Las nuevas formas métricas no han logrado silenciar las ocho sílabas del romance, que ha llegado hasta nuestros días. Del mismo modo, el humanismo de Antonio de Nebrija, los hermanos Valdés y Luis Vives no acabó con la escolástica, enriquecida por las reflexiones de Francisco de Vitoria y Francisco Suárez. En el terreno de la arquitectura, el Renacimiento español no implicó la extinción del gótico. Ahí está la Catedral de Segovia, construida entre el XVI y el XVIII. Las mayores calamidades han surgido en la historia reciente. Las contiendas entre carlistas y liberales, y la Guerra Civil que en 1936 enfrentó a media España contra la otra, han desfigurado la faz de los siglos XIX y XX, pero la historia de Francia, Italia, Grecia o Alemania en esas fechas no es menos dramática y truculenta. En definitiva, España es un proyecto inteligible, una “unidad de convivencia”, una idea que sintetiza el rico acervo de la tradición con la fecunda indeterminación de la libertad y el progreso. Julián Marías invita a pensar no sólo en “la España que fue” o en “la que no pudo ser”, sino en la que “podrá ser”. Hay que combatir el mito de la España “anormal”, “irracional”, “conflictiva” para recuperar la visión de una España europea, transatlántica y cargada de porvenir.

Sólo desde la mala fe se puede acusar a Julián Marías de reaccionario o tradicionalista. Durante la Guerra Civil, sirvió en las filas republicanas y escribió en la revista Hora de España, fundada –entre otros– por Manuel Altolaguirre y Juan Gil-Albert. Discípulo de Julián Besteiro, apoyó el golpe del coronel Casado contra el gobierno de Negrín. Después de la guerra, pasó varios meses en la cárcel y no pudo doctorarse hasta principios de los cincuenta, pues su tesis sobre el escritor, sacerdote, teólogo y filósofo francés Auguste Joseph Alphonse Gratry fue injustamente suspendida en 1942. Se le ofreció una plaza en la universidad, pero se negó a cumplir el trámite de jurar los Principios Fundamentales del Movimiento. Sin posibilidad de publicar en prensa, sobrevivió mediante espléndidas traducciones (Paul Hazard, Leibniz, Séneca, Dilthey, Karl Bühler…), magistrales clases en la academia Aula Nueva, y magníficas conferencias dentro y fuera de España. Fundó con Ortega y Gasset el Instituto de Humanidades y, más tarde, creó en solitario el Seminario de Humanidades, extraordinario foco cultural por el que pasaron Miguel Artola, Gonzalo Anes, Carmen Martín Gaite y otros destacadas figuras del mundo de la cultura. En los años sesenta, fue nombrado miembro de la Real Academia Española. Su trayectoria no es la de un intelectual afín al régimen franquista, sino la de un espíritu insobornable que nadó contra corriente, preservando en todo momento su independencia.

Julián Marías siempre se declaró “liberal”, aclarando que “el liberalismo es un estado de espíritu, una manera de ser hombre”. El liberalismo es tolerante, respeta el derecho de las minorías, apela al diálogo, apuesta por la convivencia. Su mayor error ha sido el individualismo, pero al mismo tiempo ha luchado por la dignidad de las personas y ha impulsado la prosperidad económica. Su capacidad de autocrítica le ha salvado de la inercia y el fanatismo. Católico practicante, Julián Marías asistió a varias jornadas del Concilio Vaticano II y formó parte del Consejo Internacional Pontificio para la Cultura, creado por Juan Pablo II. Dos máximas le inspiraron en su vida como creyente: “Creo para entender” (San Anselmo) y “la fe busca la inteligencia” (San Agustín). Católico fiel al mensaje evangélico, consideró que la Iglesia Católica había cometido “infidelidades gravísimas y profundas” al aceptar la esclavitud, la subordinación de la mujer y la tortura judicial. En La perspectiva cristiana, escribe: “Si la fe es una gracia, no puede ser exigida; su ausencia o desviación puede ser un pecado, que Dios juzgará, pero no un delito. […] La libertad personal es la condición intrínseca de la vida religiosa”.

El Concilio Vaticano despertó la admiración y el entusiasmo de Julián Marías: “Yo apenas podía creer que estaba asistiendo a un Concilio Ecuménico, al cumplirse un siglo justo del Syllabus”. No está de más recordar que el Syllabus es un documento publicado en 1864 bajo el pontificado de Pío IX, condenando el racionalismo, el liberalismo, la libertad de culto, pensamiento, imprenta y conciencia. Julián Marías elogia a Juan XXIII, “uno de los casos de genialidad más puros de nuestro tiempo”, y a Pablo VI, que al evocar su viaje a la India, declaró: “Hoy la fraternidad se impone, la amistad es el principio de toda convivencia humana. En vez de ver en nuestro semejante al extraño, al rival, al adversario, al enemigo, debemos acostumbrarnos a ver al hombre, que quiere decir un ser igual al nuestro, digno de respeto, de estima, de asistencia y de amor como nosotros mismos…”. Un siglo atrás, recuerda Marías, Donoso Cortés había escrito: “Yo no sé si hay algo debajo del sol más vil y despreciable que el género humano, fuera de las vías católicas”. Con el Concilio Vaticano II, esa mentalidad queda herida de muerte y “se empieza a ver que la verdad, y sólo la verdad, nos hará libres”. Y que, por supuesto, nada es menos vil y despreciable que el ser humano.

Julián Marías fue un gran maestro. Es uno de los miembros más conspicuos de la Escuela de Madrid, una expresión creada por él mismo para englobar a los discípulos directos e indirectos de Ortega y Gasset: “Ortega creó escuela porque tuvo discípulos, que a su vez han tenido discípulos. El mapa del discípulo orteguiano es amplísimo y variado. Sus límites son difusos”. ¿Cuáles fueron las mayores aportaciones de Julián Marías, que también creó escuela? Me atrevo a destacar unas pocas, sabiendo de antemano que mi esbozo es incompleto. Nos enseñó a mirar la vida con optimismo. Nos incitó a buscar nuestra vocación. Siguiendo a Ortega, nos recordó que la existencia humana es quehacer, misión, proyecto. No nos pidió seguir un dogma, sino buscar la verdad en el diálogo con nuestros semejantes, subrayando que toda persona merece respeto y consideración. Nos impelió a escuchar, un gesto muy humano, quizás uno de los que más nos dignifican. Nunca cesó de destacar la importancia de la libertad, sin la cual no hay pensamiento, creatividad ni comunidad. La libertad no es un hecho natural, sino algo adquirido. Para el creyente, procede de Dios como un don. Para el que prescinde de lo sobrenatural, es un derecho conquistado. En cualquier caso, representa el punto de partida del hombre como ser racional y con derechos inalienables. Por último, nos ayudó a redescubrir España, proporcionándonos argumentos para amarla y proteger su legado cultural.

Español, católico y liberal, Julián Marías nunca apartó su mirada del porvenir. Aunque ha caído en un lamentable olvido, podría ser un maestro del siglo XXI. En una época saturada de escepticismo, nihilismo y relativismo, su obra nos proporciona una certeza indubitable: hay que creer otra vez en el hombre y contemplar la vida con esperanza.

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