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Entreclásicos por Rafael Narbona

Osamu Tezuka: Hitler a la luz del manga

26 marzo, 2019 09:58

Adolf es una novela gráfica de más de mil páginas que escoge como punto de partida los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936 y finaliza en Jerusalén en 1983. Es una de las grandes obras de Osamu Tezuka, el 'dios del manga'. 'Manga' significa –aproximadamente– garabato. Aunque es un género menor, el tiempo ha puesto de manifiesto sus posibilidades estéticas y narrativas, desmontando los prejuicios más obstinados. En Adolf, Tezuka nos ofrece un retrato complejo y matizado del ascenso del nazismo y su ocaso wagneriano. Con una perspectiva humanista y antibelicista, Tezuka condena las ideologías que alimentaron el odio durante el siglo XX, sin mostrarse optimista sobre el porvenir. Dividida en 36 capítulos, Adolf acabó de publicarse en mayo de 1985. Tezuka falleció cuatro años después en Tokio, pidiendo a la enfermera que le cuidaba su material de trabajo para completar una historia inacabada. Un cáncer estomacal nos privó prematuramente de un artista que transformó un género menospreciado, apenas desarrollado y circunscrito al Japón, en una forma de creación mundialmente respetada por su plasticidad y frescura.

Nacido en 1928 en Toyonaka, Osaka, Osamu Tezuka dibujó desde niño. Fascinado por Walt Disney (confesó que había visto Bambi cerca de ochenta veces), estudió medicina para complacer a sus padres, pero dedicó toda su vida profesional al manga. Su capacidad de trabajo es legendaria. Con un gran sentido de la disciplina y una pasión creadora que jamás se tambaleó, realizó más de setecientas historias. El manga tiene su origen en las famosas estampas japonesas, un género muy popular entre los siglos XVII y XX. Hasta los años cuarenta, el manga se había caracterizado por su sencillez y brevedad. Rakuten Kitazawa (1876-1955) había profesionalizado el género con un lenguaje directo y fluido, capaz de contar una historia en seis viñetas. Osamu Tezuka alargó el arco narrativo, desarrollando las tramas y los personajes. Sus criaturas conmovían fácilmente con sus enormes ojos, basados en los rasgos de los personajes de Disney, y sus relatos hipnotizaban con su ritmo trepidante. En 1947, obtuvo su primer éxito con La Nueva Isla del Tesoro. Después, vendrían Kimba, el león blanco (1950), Astroboy (1952), La Princesa Caballero (1953). Se trata de obras orientadas al público infantil y juvenil, pero que no renuncian a abordar temas embarazosos, como el sufrimiento de los civiles durante la guerra de Vietnam o la discriminación de la mujer. En los años setenta, Tezuka se adentra en cuestiones aún más espinosas, como la corrupción política, las creencias religiosas o la homosexualidad. En Buda (1972), realiza un relato nada idealizado de Siddharta Gautama, el “Iluminado”. En Fénix, que no llegó a concluir, reflexiona sobre la inmortalidad, la decadencia de las civilizaciones y la posibilidad de redención. Se habló de postular a Tezuka para el Nobel de Literatura. Algunos consideraron la idea desatinada, pero la propuesta evidencia el calado de su obra.

Adolf narra la historia de tres personajes llamados Adolf: Adolf Kamil, judío de padres alemanes; Adolf Kaufmann, de padre alemán y madre japonesa; y el tristemente famoso Adolf Hitler, cuyo origen esconde un misterio nunca resuelto. El escritor y periodista deportivo Sohei Toge será el punto de convergencia de las tres historias. A veces como testigo o receptor de confidencias; otras, como protagonista. En las primeras páginas, Shoei acude a visitar la tumba de Kamil en Jerusalén, concluyendo una peripecia que comenzó en 1936, cuando le enviaron a Berlín para cubrir los Juegos Olímpicos. La historia de los hombres casi siempre se escribe en letra pequeña, dejando como rastro escenarios humildes e insignificantes. En cambio, la historia de las naciones se complace en la grandilocuencia. En este caso, las estelas funerarias del cementerio contrastan con las antorchas y las trompetas de la estética nacionalsocialista. Shoei Toge advierte enseguida la inmadurez de Hitler. En Berlín descubre que sólo es un bocazas sostenido por una propaganda sofisticada. En el congreso nazi en Núremberg, ve aún con más claridad que todo es un montaje: las multitudes milimétricamente alineadas, los estandartes, la caligrafía gótica, el paso de la oca, los himnos, los uniformes de las SA –diseñados por el sastre y empresario alemán Hugo Boss–, las antorchas y los haces de luz en mitad de la noche. Hitler gesticula, vocifera y se retuerce, presentándose como la salvación de Alemania. Shoei Toge comenta con ironía: “Hitler es la estrella del siglo, y sus fans lo aclaman en su teatro”. El Hitler de Tezuka recuerda a Bruno Ganz en El hundimiento (Oliver Hirschbiegel, 2004), con sus ataques de vesania y su verborrea. Nunca se relaja. Nunca actúa con naturalidad. Su teatralidad ininterrumpida apunta un profundo vacío interior disimulado bajo una máscara histriónica.

Artista mediocre, filósofo de pacotilla, pequeño burgués disfrazado de héroe romántico, Hitler convive con un terrible secreto. Su padre, Alois Hitler, fue hijo ilegítimo. Hasta los treinta y nueve años, llevó el apellido de soltera de su madre, Maria Anna Schicklgruber. Finalmente, adoptó el de su padrastro, Johann Georg Hiedler. Se ha especulado mucho sobre la identidad de su padre biológico. En los juicios de Núremberg, Hans Frank, alto funcionario de la Alemania nazi, presentó un informe que atribuía la paternidad a Leopold Frankenberger, joven hijo de una próspera familia judía donde trabajó Maria Anna Schicklgruber como criada. Los historiadores conceden poca credibilidad a esta hipótesis. Osamu Tezuka utilizará esta teoría como Macguffin, sin insistir demasiado en su veracidad. Los papeles que revelan la ascendencia judía de Hitler servirán de hilo conductor de la trama, vinculando las distintas historias. Es un eficaz recurso formal que permite cambiar de lugar y personajes, sin producir sensación de caos o dispersión. Tezuka sostiene la intriga con enorme habilidad. Sólo hace falta leer unas páginas para sentirse enganchado. La forma de distribuir las viñetas crea una atmósfera intensa y dinámica que evoca el cine de Hitchcock. La página se expande o se encoge. Tiembla o se queda petrificada. Grita o enmudece. Notamos la lluvia, el bullicio de las ciudades, el silencio de las afueras, el estrépito de las bombas. Tezuka sabe acelerar la acción, pero también disminuir el compás, creando situaciones de un notable espesor dramático. Las persecuciones en coche, las acciones de guerra y las peleas callejeras producen vértigo y excitación. Las escenas románticas, las conversaciones íntimas y los monólogos conmueven sin caer en la afectación. Nada parece artificial o falso. Las licencias visuales –piernas y brazos descomunalmente grandes, ojos que ocupan casi todo el rostro, contorsiones imposibles– sólo acentúan la sensación de verosimilitud.

Tezuka no se despeña por el sensacionalismo, pero no nos ahorra escenas particularmente cruentas, como torturas, ejecuciones en masa o una violación. La introducción de personajes reales, como el espía comunista Richard Sorge o los ministros nazis Goebbels y Göring, posibilita una certera combinación de sátira y meditación histórica. Tezuka concede un notable protagonismo a los comunistas japoneses. Perseguidos y torturados por el gobierno nacionalista, sus convicciones a veces proceden de experiencias personales. De niño, el hijo del coronel Honda presenció las atrocidades cometidas por las tropas japonesas en Manchuria. De mayor, se hará comunista y filtrará datos estratégicos, como el origen judío de Hitler. Tezuka habla de la Violación de Nankín, rompiendo un tabú, pues la sociedad japonesa no quiere oír hablar de crímenes de guerra. Lúcido e implacablemente crítico, tampoco esconde las miserias de las democracias de los años treinta y cuarenta. Ningún país quiso acoger a los judíos europeos perseguidos por el nazismo. Ingleses y franceses sacrificaron Checoslovaquia, pensando que era un precio aceptable para evitar la guerra. Los estadounidenses no jugaron limpio en el Pacífico. Franklin Delano Roosevelt concentró acorazados en Pearl Harbour como cebo para justificar el inicio de una guerra. Truman no fue más escrupuloso. Los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki eran innecesarios, pues Japón ya había perdido la guerra. Algunas opiniones son discutibles, pero no el punto de vista general, que exalta la libertad y el respeto por la dignidad humana frente a los crímenes y abusos de los gobiernos.

Adolf Eichmann aparece en dos ocasiones, no como ejemplo de banalidad del mal, sino como un criminal despiadado. Se encontrará dos veces con Adolf Kaufmann, progresivamente deshumanizado por la educación recibida en la Adolf Hitler Schule. Kaufmann nació en Kobe. Su padre era un agente secreto de la Gestapo. Maltratado por sus compañeros de escuela, que se burlaban de sus rasgos occidentales, sólo Adolf Kamil salía en su defensa. Al igual que él, era blanco y alemán, pero de familia judía. El azar les reserva muchas sorpresas. Su amistad acabará convirtiéndose en odio mutuo. Kaufmann participará en la Shoah, exterminando a miles de judíos. Kamil emigrará a Palestina y asesinará a civiles árabes como oficial de una milicia israelí. Es imposible no pensar en Sabra y Chatila, donde se escucharon los ecos de los disparos de Babi Yar. Se puede afirmar que Tezuka es un arqueólogo del sufrimiento humano, un investigador armado con un pincel que aparta el polvo con cuidado, buscando la faz desconocida de la historia.

Adolf no es una obra optimista. Lluvia, bombardeos, ruinas, deportaciones, masacres, hongos nucleares. El capítulo dedicado a la destrucción de Kobe, salvajemente bombardeada por la aviación estadounidense, resulta muy inquietante, con sus cielos negros, sus llamaradas y sus explosiones, sus ríos de refugiados y sus pilas de cadáveres. No parece casual que la primera y la última viñeta de Adolf consistan en un plano picado de un humilde cementerio de Jerusalén, con sus estelas funerarias apuntando a un cielo vacío, deshabitado. Un árbol negro y escuchimizado sugiere que la historia es una sucesión de fracasos y desengaños, que no hay esperanza para el hombre, que el mal se impone al bien. La marcha que interpreta un violinista judío, desafiando a un Kaufmann furioso y enloquecido mientras supervisa la evacuación de un campo de concentración, podría ser la melodía del crudísimo siglo XX, pero también de nuestro tiempo, con más de veinte guerras en marcha y grandes desigualdades regionales.

No quiero quedarme con esa imagen a modo de conclusión. Las historias románticas de Adolf muestran que el ser humano se redime en los afectos, en esos vínculos que surgen en los peores escenarios, uniendo vidas para que pueda haber un mañana. La imagen de la viuda Kaufmann y el señor Toge bailando ante una pequeña orquesta en un restaurante vacío me parece un final mucho más hermoso que un cementerio. La vida nunca acaba del todo. Siempre hay un último vals que nos invita a sonreír.

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