John Ford sube a los cielos
Una fantasía sobre el cineasta que nos permite adentrarnos en la vida y la obra del poeta de la epopeya del Oeste
Monument Valley se extendía ante sus ojos con su planicie roja, sus rocas azules y grises, sus arbustos esculpidos por el viento, sus caminos desdibujados por la lejanía, y esas mesas con aspecto de viejas fortalezas deshabitadas. Bajo un sol implacable, la luz azulada de las alturas se volvía blanca al contacto con el polvo levantado por una hilera de jinetes, que galopaba hacia él, agitando sobre sus cabezas tomahawks, arcos y lanzas con plumas de colores. En cabeza, un piel roja con los adornos de un gran jefe oponía a la claridad de la mañana su rostro pintarrajeado con ocres, blancos y negros. La frente, los pómulos y las mejillas exhibían inquietantes simetrías.
-Nunca pensé que el cielo tendría este aspecto –musitó John Ford, masticando con desgana un puro apagado-. Quizás estoy en el infierno. Dado que he muerto, no tengo por qué asustarme. Nadie puede morir dos veces.
Los jinetes se acercaron lanzando sobrecogedores aullidos. En cambio, el jefe permanecía impávido, sosteniendo las riendas con una sola mano. Frenaron en seco a pocos metros de él. El jefe bajó de la montura con dignidad y dio unos pasos lentos y solemnes. John Ford se quitó el puro de la boca y levantó la mano en señal de paz.
-Saludo a mis hermanos.
El jefe asintió, correspondiendo al saludo con un gesto similar.
-¿Puedo saber el nombre del gran jefe con el que hablo? –preguntó el director de cine, apoyando las manos en las caderas.
-El Creador del cielo y de la Tierra. El Todopoderoso que hace salir el sol sobre buenos y malos. El que es. El Altísimo. El Alabado.
-¿Cómo?
-Puedes llamarme Dios. Es más sencillo.
-Nunca pensé que Dios se pareciera a un jefe indio.
-Cada uno me ve de una forma diferente. Para algunos, soy un anciano venerable. Otros, me imaginan como un mago. Mi aspecto se adecúa a la persona con la que hablo. Al parecer, tu imaginación me atribuye la apariencia de un jefe indio.
John Ford se rascó la frente con perplejidad, preguntándose si era cierto. Siempre había sido católico y le parecía herético que su imaginación le jugara esa mala pasada, poniendo a Dios un rostro de jefe indio. Eso sí, un mal católico, pues su vida distaba mucho de ser ejemplar. No se había privado de ningún placer y había cometido casi todos los pecados. No se hacía muchas ilusiones sobre la salvación de su alma. Nunca dudó que antes o después comparecería ante Dios y sabía que no disponía de muchos argumentos para entrar en el cielo. Había sido mujeriego, bebedor y colérico, un perfecto hijo de perra. Y ya no podía cambiar nada. Se había confesado, pero su última frase no fue una expresión de arrepentimiento. Prefirió pedir un último cigarro.
-No me molesta la apariencia que me has asignado –dijo Dios, interrumpiendo sus cavilaciones-, pero lo cierto es que en Arizona hace mucho calor y las plumas y la pintura son un incordio.
-¿Estamos en el cielo? La mayoría de la gente dice que Arizona se parece al infierno.
-El cielo también cambia de aspecto. Cada persona lo imagina de forma distinta. Para ti, no hay un lugar tan hermoso como Monument Valley. Es cierto que también te gusta mucho la Irlanda de tus antepasados, pero aquí te has encontrado a ti mismo.
-¿Significa eso que he entrado en el cielo?
-No, estás en el umbral. Antes de pasar, tienes que hacer examen de conciencia. Si salen las cuentas, podrás entrar.
-¿Esto es el juicio final?
-Exacto. Ha llegado la hora de hacer balance.
-¿Quiénes son los indios que le acompañan?
-Serafines, querubines, arcángeles. No te asustes. Les gusta alborotar. Si nuestra conversación sale bien, te abrirán la puerta del cielo y te explicarán cuáles son las reglas.
-¿Hay reglas en el cielo?
-Claro que sí. Y en el infierno. La vida continúa después de la muerte. La eternidad no es un museo de cera. Hay mucha gente y a veces surgen problemas de convivencia. Por eso, hay que poner un poco de orden, como en un bloque de vecinos. Digamos que yo soy el presidente de la comunidad.
Dios se acuclilló y se sentó, cruzando las piernas. Uno de sus bravos se acercó y le entregó un pipa de caño largo y cazoleta pequeña.
-¿Es la pipa de la paz? –preguntó John Ford, mientras se sentaba en la arena.
-Más o menos. Si todo sale bien, la fumaremos al final. Comencemos. Háblame de tu mujer.
El gran jefe hizo una señal y uno de sus bravos le trajo un maletín. En su interior, había un ordenador portátil.
-¿Qué es ese trasto? –preguntó Ford-. Parece una máquina de escribir.
-No, es algo más moderno. Se inventará más adelante.
-Después de mi muerte.
-Eso es. Es muy útil. Aquí iré anotando tus pecados y, al final, con un programa matemático, realizaré un cálculo para averiguar si las cosas buenas que has hecho en la vida compensan las malas.
Ford se echó el sombrero hacia atrás y se rascó la frente. Sintió la tentación de levantarse el parche, pero comprendió que era un gesto inútil. Si ese cacharro plano era el progreso, se alegraba de no haberlo conocido.
-Estábamos hablando de tu mujer –recordó Dios, colocando los dedos sobre el teclado.
-¿Sabe mecanografía?
-Mi negocio es muy complejo. Hay que saber un poco de todo. Cuéntame algo de Mary, tu esposa.
-Ah, sí, Mary. Pobrecilla. No fui un buen marido. La engañé infinidad de veces, pero siempre se trató de aventuras sin importancia. Eso sí, nunca le faltó de nada. Le compré hasta un Rolls Royce. Disponía de un chófer y un talonario para hacer toda clase de compras. Era la reina de las tiendas.
-¿Crees que fue feliz?
-Es difícil saberlo. Tenía un genio endiablado.
-Dices que tus infidelidades fueron aventuras sin importancia. ¿Qué me dices de Katherine Hepburn? Con ella la cosa fue más seria.
-Es cierto. Me enamoré de esa mujer. Era casi tan arrogante como yo. Eso me volvió loco. En una ocasión ocupó mi silla de director. Si otro se hubiera atrevido a hacerlo, le habría pegado un puñetazo, pero con ella me quedé paralizado. Me asombró tanta osadía. Creo que en ese momento me enamoré de ella.
-Ya sabes que el adulterio es un pecado grave.
-Sí, lo sé. ¿Qué me espera? ¿La tormenta infernal donde gimen sin tregua Dido, Helena de Troya y Cleopatra?
-Veo que has leído la Comedia de Dante.
-Si es Dios, lo sabe todo. No finja sorpresa.
-No seas aguafiestas. Este es el momento crucial de tu existencia y hay que seguir un guión. Mi trabajo se parece al de un director de cine. Hay que respetar ciertas convenciones narrativas. Si no lo hiciera así, el juicio final resultaría insulso, anodino. Se parecería a una mala película.
-Claro, claro –se disculpó Ford, secándose las gotas de sudor que corrían por su frente.
-No hagas caso a Dante. Le gustaban demasiado los efectos especiales. Aquí los castigos son menos teatrales.
-¿Me puede dar un ejemplo?.
-Cada caso es distinto. Si te condenas, tendrás que ver una y otra vez la filmografía de Éric Rohmer.
-Prefiero la tormenta infernal.
-Continuemos –dijo el gran jefe, mientras escribía en el ordenador-. Te comportabas como un tirano en el plató. Tratabas muy mal a los actores, pese a que eran tus amigos. Eras particularmente cruel con John Wayne y Ward Bond.
-Wayne era un buen tipo. Al principio, pensé que nunca sería capaz de interpretar. Me parecía un buen atleta, pero no un actor. Me equivoqué. En cambio, Ward Bond siempre fue un asno. Tenía las posaderas tan grandes como las de un caballo. Se comportó como un cerdo cuando lo de McCarthy. Sí, le traté mal. Se lo merecía. ¿Me condenaré por eso?
-La ira es un pecado.
-¿Tendré que pasar la eternidad en el fango de mi propia rabia?
-Olvídate de Dante. Tu castigo consistiría en aguantarle.
-No entiendo.
-Ward Bond pasó por esto mismo y no me quedó más remedio que enviarle abajo. Si el programa dice que no puedes salvarte, tendrás que reunirte con él. Os pasaréis mucho tiempo el uno con el otro, ajustando viejas cuentas.
-Insisto en que prefiero a Dante. Sus castigos me parecen más humanos.
-No trataste muy bien a los indios en algunas de tus películas.
-Eso es verdad y lo siento, pero he de decir en mi defensa que hice la primera película donde se denunciaban los abusos que sufrían en las reservas.
-Te refieres a Fort Apache. 1948. Siempre me ha gustado.
-Y en El gran combate volví a la carga.
-1964. Dos buenas películas. Creo que tenían razón cuando dijeron que eras el poeta de la epopeya americana.
-Esa estupidez la soltó un periodista. Yo solo rodaba películas para pagar las facturas.
-El sargento negro también me agradó. 1960. Con Woody Stroode y Jeffrey Hunter, que hizo de Cristo en Rey de reyes. Buen cine.
-¿Qué siente cuando se ve en la pantalla?
-Depende. Pasolini comprendió muy bien el espíritu del Evangelio. Otros han hecho cosas que no me han hecho ninguna gracia.
-No vi la película de Pasolini.
-No te preocupes. Aquí podrás verla.
-¿Hay cine en el cielo?
-Sesión continua. El paraíso es una prolongación del mundo, pero mejorado y corregido. Javier Gomá lo ha entendido muy bien. Te recomiendo la Tetralogía de la ejemplaridad.
-No tengo ni maldita idea de lo que me habla. ¿Está aquí también ese Gomá? ¿Qué es? ¿Mexicano?
-Yo veo las cosas desde la perspectiva de la eternidad y me olvido que vosotros solo percibís secuencias temporales. Ya le conocerás. Más adelante. Ahora mismo tiene ocho años. Y no es mexicano, sino español. Pasemos a otra cosa. ¿No crees que has abusado de la bebida?
-Sí, maldita sea, pero quién aguanta la vida sin un buen whisky en la mano. Y ¿qué tiene de malo si estás con los amigos? No imagino navegar en el Araner, mi yate, sin una buena reserva de whisky. Imagino que de eso no hay en el cielo.
-En cantidades moderadas. No es nada malo tomarse un whisky o una pinta de cerveza negra. Algunos filósofos han descrito la santidad como una ligera ebriedad y no están muy desencaminados. Tu problema es que bebías en exceso y sufrías arrebatos de violencia. En una ocasión, embestiste con la cabeza a Henry Fonda.
-Quería hacerle morder el polvo, pero fallé. Me tocó las narices durante el rodaje de Escala en Hawai. Años atrás, cuando era jugador de rugby, no habría fallado.
-No pareces arrepentido.
-Claro que no. Se puso inaguantable.
-Te agradezco que seas sincero. Eso cuenta a tu favor. Ya hemos terminado.
-Pensé que esto sería más largo.
-La brevedad es una cualidad que siempre he valorado mucho. A ver qué dice el programa matemático.
El gran jefe escrutó con seriedad la pantalla del ordenador, esperando el resultado. Ford buscó una caja de cerillas en sus pantalones para encender el puro, pero no encontró nada. Uno de los bravos se acercó con un mechero plateado –un Zippo- y, con un rápido movimiento del pulgar, encendió una llama azul, que tembló ligeramente por culpa de un viento suave y caliente.
-Imagino que eres mi ángel de la guarda –dijo John Ford, acercando el puro al fuego.
Dio una larga chupada y el puro desprendió un humo blanco.
-No creas que el humo es una señal –advirtió el director de cine-. No soy tan civilizado. Yo uso ese aparato horrible que se llama teléfono.
-Bien –exclamó el gran jefe-. Según el programa, te faltan unas décimas para entrar en el cielo. En teoría, tendrías que pasar una temporada en el purgatorio.
-¿Cuánto?
-Dos o tres siglos.
-¿Cómo?
-Se te pasará deprisa. Allí también hay cine y biblioteca. Y te encontrarás con algunos amigos, como Errol Flynn.
-Nunca le soporté.
-No te preocupes. Introduciendo ciertas variables en el programa, el resultado cambia. Has aportado muchas horas de felicidad a la gente. Has realizado grandes películas con personajes de una entrañable humanidad, como Dutton Peabody, un periodista de pura raza, el capitán Nathan Brittles, un héroe en el ocaso de su vida, o Mary Kate Danaher, una mujer indomable. He de decir que me conmovió especialmente la amistad entre el padre Lonergan y el reverendo Playfair. ¡Qué hermoso que un sacerdote católico se finja protestante para que no trasladen a un pastor anglicano de la hermosa Irlanda! El programa no manda. De hecho, lo he creado yo. Así que adelante. Puedes pasar. El cielo te espera. Fumemos la pipa de la paz.
Ford arrojó el puro al suelo y cogió la pipa con ambas manos, llevándosela a la boca. Nunca el humo le resultó tan delicioso. El bravo que le había encendido el puro le entregó un pequeño manual, con las reglas del cielo.
-Las normas son muy sencillas. Paciencia, humildad, prudencia y contar hasta diez cuando algo te ha molestado y notas que puedes perder los estribos.
John Ford asintió, guardándose el libro en un bolsillo de su chaleco. Después, se levantó y observó en la lejanía un punto diminuto que crecía poco a poco. Cuando la distancia se recortó, descubrió que se trataba de su viejo amigo Harry Carey, montado en un caballo y con otro de las riendas.
-Maldito hijo de puta. ¡Cómo celebro verte por aquí!
Carey, con un cigarrillo en los labios, esbozó una sonrisa y le indicó con un gesto que subiera al caballo. Al poner el pie en el estribo, Ford notó que había recobrado la agilidad de su juventud.
-No está tan mal esto de morirse –murmuró, sacando otro puro del bolsillo de su camisa.
Mientras los dos jinetes se alejaban hacia un horizonte donde comenzaba a caer la luz, Dios comentó satisfecho:
-Quizás no he creado un mundo perfecto, pero sí un mundo con grandes cosas, como este desierto, los cuentos de Chesterton y las películas de John Ford.