Antes de que Resident Evil popularizara el término survival horror en 1996, hubo varios juegos que trataron de establecer las mismas ideas. Si en Japón el honor sin duda tendría que ir a Sweet Home (1989), en Europa el camino lo abrió Alone in the Dark (1992), un título francés en los albores de la era 3D que bebía profusamente del universo de H.P. Lovecraft y que dio lugar a una franquicia de suerte desigual.
THQ Nordic se hizo con los derechos hace ya bastantes años y encargó al estudio Pieces Interactive que volviera a los orígenes, un retelling siguiendo el formato exitoso que Capcom había establecido con el remake de Resident Evil 2 (2019).
Este Alone in the Dark de 2024 sigue la premisa básica del clásico del 92: la mansión Derceto, el investigador privado Edward Carnby y Catherine Hardwodd. Sin embargo, todo lo demás cambia de manera sustancial. ¿Consigue la franquicia resucitar después de tres décadas de penurias?
La mansión Derceto se levanta imponente en los bayous de Lousiana en los años 20 del siglo pasado. Construida como una plantación en el periodo antebellum, el edificio se ha convertido en un sanatorio mental para una curiosa colección de personajes entre las que destaca Jeremy Hardwood, que envía una carta inquietante a su sobrina previniéndole sobre los influjos de un misterioso Hombre Oscuro.
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Temiéndose lo peor, Catherine acude a Derceto acompañada de un detective privado de Nueva Orleans, pero se topa con el ánimo poco colaborativo del personal del sanatorio, que responde con evasivas a sus inquisiciones sobre el paradero de su tío. A todos los efectos, Derceto se ha convertido en un laberinto en cuyo interior residen secretos inconfesables que Edward y Catherine deberán desvelar si quieren encontrar a Jeremy antes de que sea demasiado tarde.
Si algo han conseguido clavar el equipo de Pieces Interactive es la atmósfera del juego. La mansión Derceto es un enclave fantástico, con una larga historia que se va
desvelando a través de varios diarios y documentos desperdigados por sus estancias.
Desde sus orígenes como plantación sureña, pasando por hospital de campaña del gobierno confederal hasta su utilización como cuartel general de un colectivo de artistas antes de ser reformado como un sanatorio, el edificio exuda personalidad, con diferentes alas que se conectan con balaustradas, escaleras de caracol y pasadizos.
El diseño de niveles es muy interesante, convirtiendo el lugar en un cubo de Rubik que debe ser atajado con estrategia y una miríada de llaves que van desbloqueando las habitaciones. Sus coloridos residentes van deambulando de una a otra, manteniendo conversaciones crípticas que generan constantes interrogantes sobre sus intenciones o su rol en la desaparición de Jeremy, creando una tensión palpable.
Pero todo se va al traste cuando el juego decide cambiar de tercio. Mientras se
contenta con mantener extensas conversaciones entre sus personajes y disponer puzles más o menos trabajados (algunos están francamente inspirados, otros se reducen a una combinatoria simplona), consigue mantener las apariencias y hasta dar el pego.
Cuando fuerza los enfrentamientos con sus criaturas de pesadilla, todas sus carencias presupuestarias le estallan en la cara. No hay manera suave de decirlo. El combate es sencillamente atroz. Un engorro que no aporta nada y que nos retrotrae a 1992 de la peor manera posible. Nada funciona como debería, deparando unos resultados más propios de un equipo de estudiantes que de un colectivo profesional.
Durante la primera mitad se puede sobrellevar como un mero incordio, pero la frecuencia y la intensidad de estas escaramuzas aumenta en la segunda, desembocando en un jefe final que es una absoluta locura visual pero una completa cochambre a los mandos, generando toneladas de frustración que nos hacen llegar a los títulos de crédito con una sensación de alivio impropia.
Mikael Hedberg, director creativo y guionista del título, escribió hace casi una década Soma, de Frictional Games, uno de los juegos más impactantes de mi vida y una de las obras narrativas que mejor transmiten las posibilidades terroríficas y las angustias
existenciales derivadas del posthumanismo.
Con esos antecedentes, no es posible calificar de otra forma a Alone in the Dark que de decepción supina. Es un juego que apunta maneras en los compases iniciales y cuyo potencial resulta evidente, sobre todo con un reparto conformado con dos de los actores más codiciados del Hollywood actual, pero es que ni siquiera han conseguido sacar tajada de ello.
Jodie Comer está sensacional la mayoría del tiempo, pero hay momentos donde se evidencia una total falta de dirección de actores, con secuencias torpes e incoherentes. Harbour responde con oficio, aunque sus líneas no son las mejores y por momentos opta por ir con el piloto automático. En cualquier caso, el trabajo de ambos queda desautorizado por un diseño de sonido pernicioso y que ejemplifica una falta de cuidado que ya es marca de la casa. Y aquí estoy hablando de la editora, no del estudio.
['Rise of the Ronin', los últimos samurái]
Embracer lleva desde verano en estado de descomposición, vendiendo y cerrando estudios a derecha e izquierda. Podemos concluir, sin miedo a equivocarnos, que su modelo de negocio, dirigido por empresarios sin un conocimiento de primera mano de los intríngulis del desarrollo, ha sido muy pernicioso para la industria.
Alone in the Dark, sobre el papel, parecía una fórmula ganadora. El reinicio de una historiada franquicia, un guionista celebrado, dos actores de relumbrón y la garantía de seguir el esquema de Resident Evil 2 (2019). Pero para hacer Resident Evil 2 se necesita tener a los programadores y a los diseñadores de Capcom. Es decir, presupuesto y talento en todas las áreas, sobre todo entre bambalinas.
Cada vez es más frecuente ver a primeros espadas de la interpretación explorar el mundo de los videojuegos. Estoy convencido de que tienen mucho que aportar, pero no puede ser a costa del sustrato técnico de los propios juegos. Alone in the Dark (2024) es un paso en la buena dirección, pero después de tantos años, no deja de ser una decepción mayúscula que podría haberse evitado si los mandamases hubieran tenido claras las prioridades.