¡Pobre Darwin!
El darwinismo cosmológico de Hertog y Hawking, como el genético, corre el riesgo de caer en la tautología: solo pueden originar vida los universos que pueden originar vida.
Desde Santurce a Bilbao Blues Band era una charanga satírica que Moncho Alpuente creó en los primeros años setenta con la colaboración de nombres ilustres del cantautoreo: Luis Eduardo Aute, Javier Krahe, Vainica Doble, Hilario Camacho, Massiel, Aguaviva y otros. Su LP Vidas ejemplares (1973), de título entre cultureta y sarcástico, contenía sus principales éxitos: Los fantasmas, A beneficio de los huérfanos, El hombre del seiscientos y Danza de los orangutanes.
En esta última, cantaban: "¡Pobre Darwin, si viviera!". En realidad, no cantaban, sino recitaban rítmicamente, como los hiphoperos que ese mismo año empezaban a rapear en el Bronx. Alpuente y Krahe, letristas de los Orangutanes, llamaban simio al presidente del Gobierno de entonces, el orejudo Carlos Arias Navarro, que acababa de suceder a Carrero Blanco, recién asesinado: "Ahora es un mono gibón / quien preside la reunión / y promete... —¿Qué promete? —¡Aumentar los cacahuetes!".
En la España de la pretransición, el disco circuló sin muchas trabas. Lo oía yo, que era un chavalín del montón. Hoy, en este calvinismo laico en que vivimos, a sus autores les habría caído como mínimo un acto de repudio por insultar y deshumanizar.
Pero, a lo que voy. ¡Pobre Darwin!, porque se etiquetan con ese nombre procesos que a veces tienen poco que ver con su teoría del origen de las especies nuevas por selección natural de las anteriores. Tres años después de los orangutanes de Alpuente, Richard Dawkins, el mayor darwinista vivo, aisló la almendra de la cuestión en su libro El gen egoísta. Lo he contado ya alguna vez.
[El origen del universo según Stephen Hawking (que ya intuyó Darwin)]
Resulta que el protagonista de la evolución darwiniana no es la especie ni el individuo, sino el gen, que no es más que una molécula, ¡o ni siquiera!, un trozo de molécula, y nosotros no somos sino artefactos al servicio de su propagación.
Pero en ese mismo libro propuso extender el concepto de selección natural de los genes a las ideas, que él llamó "memes", y explicar la evolución cultural de la humanidad como una extensión de la genética a la "memética". El mundo de hoy —que, además de puritano, es digital y permite una evolución vertiginosa— ha dado auge a estos conceptos.
Todos dicen hoy "meme" y "viral", pero no acabo de ver (carencia mía, seguro) el carácter darwiniano de este proceso. Echo en falta la simplicidad de las mutaciones de los genes, que no son sino errores de copia, una letra por otra. La reelaboración a que sometemos las ideas de otros después de que nos lleguen es mucho mayor y mucho menos limpia. Los cambios de los genes son aleatorios, los de las ideas, no. La propagación de los genes no es intencionada, la de las ideas, sí. La genética es ciega, la memética, no.
Es en la aleatoriedad, en la falta de diseño, donde radica la potencia explicativa (y revolucionaria) de Darwin. El cambio darwiniano se hace por selección, pero sin seleccionador. No me extraña que él, un hombre de orden, necesitara 25 años para formular esta teoría. A mí me fascina desde hace 50.
En lo de los memes, no, pero sí veo aleatoriedad y falta de diseño en otro proceso etiquetado como darwiniano que me he encontrado hace unos días en El Cultural, en el magnífico artículo de Javier López Rejas.
En Sobre el origen del tiempo, el cosmólogo Thomas Hertog, discípulo y compañero de Stephen Hawking, utiliza el símil darwiniano para caracterizar el proceso evolutivo del universo ultraprimitivo, el del big bang y alrededores, tal como lo vislumbró Hawking en sus reflexiones últimas.
Mejor en plural: los big bangs y la evolución de los universos. O, ni siquiera: la evolución de las leyes que los dieron a luz. El conjunto de leyes, interacciones y constantes que rigen nuestro universo serían solo unas cuantas entre millones, que evolucionaron sometidas a algún tipo de selección natural. Si lo entiendo bien (cosa que dudo), el proceso darwiniano cosmológico deriva del hecho de que solo unos pocos de esos conjuntos de leyes tienen la potencialidad de dar lugar a la vida.
Es fantástica la imagen de unas nubes de parámetros de las que surgen universos igual que en la Tierra surgieron de las charcas primigenias entes autorreplicantes, es decir, vivos. Lo que me hace marearme y perder pie —si no lo tenía perdido ya de antes— es que Hertog haga del tiempo y de la información cualidades emergentes dentro de esas nubes.
El tiempo, que es la medida del cambio, se ve metido en el saco de lo cambiante. Pero ya se sabe que en la cosmología, como en la física cuántica, reina lo raro. Es muy bonito que Hertog viera a Hawking interesado en la existencia de otros universos "porque este parece diseñado". Y no lo está, ¿no? ¡¿No?!
Pero en materia de etiquetas darwinianas, tengo para mí un segundo criterio. Podemos decir que algo es darwiniano si, además de un componente aleatorio, lleva en el corazón una tautología. O sea, una perogrullada.
El profesor García-Bellido, el gran darwiniano español, con quien tuve el honor de estudiar, solía decir que, tantos años después, el darwinismo no ha conseguido librarse del todo de la sospecha de tautología: si la selección natural es la supervivencia del más apto y llamamos apto al que está más capacitado para sobrevivir, parece que se nos esté escurriendo todo entre los dedos y no nos quede en la mano más que esta bobada: afirmamos la supervivencia de los que sobreviven.
Al darwinismo cosmológico de Hertog y Hawking le veo un riesgo parecido: solo son capaces de originar vida los universos que tienen la capacidad de originar vida. Un riesgo que les humaniza.