Caroline-Blackwood

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Tengo una cita por Manuel Hidalgo

'La hijastra', la soledad explosiva de Caroline Blackwood

Sobre la soledad, el sufrimiento y el deterioro de una mujer abandonada de manera canallesca por su marido trata esta excepcional novela planteada en forma de cartas nunca enviadas

30 agosto, 2021 16:42

Las mujeres que miran por la ventana o que permanecen junto a una ventana, haciendo o no alguna faena, son un tema que recorre la pintura desde hace siglos. El estudio de la luz es un buen pretexto técnico para que el artista aborde esta situación que, siendo muy polisémica, por lo general deja una impresión básica de soledad y de encierro.

La treintañera narradora de La hijastra (1976), primera novela de la británica Caroline Blackwood (1931-1996), mira mucho por las ventanas de su carísimo y moderno pisazo de Manhattan, en el que se encuentra encerrada y en bata —aun pudiendo salir— y en el que, sin duda también, se siente sola, pese a estar acompañada de tres mujeres más: su pequeña e inaguantable hija de cuatro años, Sally Ann; la guapa Monique, una cuasi adolescente asistenta francesa que no sabe una palabra de inglés, y, sobre todo, Renata, su monstruosa -así la ve y la describe ella- hijastra de trece años. Se odian.

Estas cuatro mujeres no viven una vida acompañada o en compañía, sino que viven en un infierno, un infierno de desamor y mutuas hostilidades, derivado del abandono y fuga de Arnold, el exitoso y viajero marido abogado de la narradora, a la que ha plantado sin avisar para vivir en París con una “francesita”.

El tal Arnold, antes de esfumarse, ha comprado y cedido a su mujer el lujoso y amplio apartamento neoyorkino con toda la intención de que en esa jaula de oro —y sin escatimar el envío mensual de una buena cantidad de dinero—, la esposa excluida y humillada se ocupe de cuidar de su hija en común, Sally Ann, y de Renata, la hija que él tuvo con su esposa anterior, una alcohólica disparatada y crónica que está internada en un psiquiátrico de Los Ángeles. Arnold, que no repara en gastos para vivir su vida loca parisina, ha aportado y financia también a Monique, la cuidadora.

El panorama, dicho así, puede parecer malo, pero es peor: Renata. Renata, según nos cuenta su desquiciada madrastra —que reconoce ser o sentirse como la “madrastra de Blancanieves”—, es una muchacha gordísima, fea, sucia, indolente, medio muda, pésima estudiante, que se pasa el día viendo en su cuarto los más grotescos programas de la tele, horneando unos bizcochos de sobre —su única dieta— y, para que no falte de nada, atascando el retrete tras usarlo, pues gasta grandes cantidades de papel higiénico e ignora para qué sirve tirar de la cadena.

No sabremos cómo se llama la narradora. Firma sus cartas con una inicial: “J.”. ¿Sus cartas? Sí, La hijastra es una novela epistolar. Pero muy peculiar. J. escribe sus cartas a una “queridísima amiga” sin nombre, que nunca le responde. No le responde porque, en realidad, J. no escribe tales cartas —ni las envía, por supuesto—, sino que las “compone” en su cabeza.

Novelas epistolares, con o sin cruce de cartas, hay muchas, pero este muy artificioso sistema de contar una historia a través de cartas no escritas ni enviadas, sino “compuestas”, vez tras vez, en la mente del narrador/protagonista es bastante excepcional. Artificios aparte, parece probable que Caroline Blackwood concibiera este procedimiento narrativo para subrayar que la emparanoiada J. habla obsesivamente consigo misma, que se desdobla esquizofrénicamente, que cree tener una interlocutora que no tiene (y buena falta le haría), al tiempo que, desde el sumidero que la está tragando, rechaza e impide el contacto y las visitas de sus amigas. Como ella misma dice, J. desarrolla un monólogo o, mejor, un extenso y “absurdo” soliloquio, prueba, en este caso, de su lacerante soledad, del dramático resultado del abandono, de su situación progresivamente enfermiza, enloquecida.

Sobre la soledad, el sufrimiento y el deterioro de una mujer abandonada de forma canallesca por su marido trata la novela, sí, pero J. no es, solamente, una víctima. Vamos viendo que J. es una mujer sin empatía, sin piedad, sin capacidad de amar, sin generosidad, vengativa y necesitada de que todo el mundo se sienta tan desdichado como ella. Entendemos que todo esto no le viene del infame abandono del que ha sido objeto —aunque ayude, y mucho—, sino de la vida regalada, egoísta, pija, prostituida, interesada y deficiente que ha llevado antes, sin rechistar (o poco), con el endeble (pero conseguidor) Arnold y que ahora ha desembocado —pese al lujo que la rodea— en una vida basura con una sobrevenida familia basura.  

A Blackwood, a la hora de la verdad, le sobran los personajes de la pequeña Sally Ann y de la interna Monique. Están ahí desde el principio para agravar las dificultades de J. y poner más en evidencia la ruindad del desaprensivo Arnold, capaz de desentenderse de sus dos hijas tirando de chequera. Pero luego Blackwood no sabe muy bien qué hacer con esos dos personajes y se centra en J. y Renata, con Arnold interviniendo algo en off y, desde luego, dentro de la cabeza en combustión de la narradora.

La situación se agrava, se hace cada vez más sórdida, esperpéntica y cruel, pero, atención, Blackwood tiene dos balas en la manga para que nadie diga —como se podía decir— que La hijastra, aun siendo una novela corta, debería haber sido simplemente un cuento largo: Blackwood, poco a poco, va deslizando una triple reflexión que hace evolucionar a J. y a la novela, una reflexión de J. sobre sí misma, sobre Arnold y sobre Renata, una reflexión, acompañada de golpes emocionales, que supone un cambio de su punto de vista. Todo lo contado tiene otra cara, los muñecos van girando y se descubre su otro lado, un lado que afecta a un modo de vida, a un segmento de la sociedad.

Chapoteando en un feísmo físico y moral expresionista, casi de cómic de línea sucia, Blackwood, por debajo, comienza a seguir otro hilo, J. empieza a mirar todo y a mirarse a sí misma de otra manera. Comienza a mirar a Renata, criatura desgraciada, de otra forma —empieza a compadecerse de ella— y, entonces, cuando parece que íbamos hacia el final o hacia un atasco sin salida, zas, la segunda bala: una conversación, primero, de J. con Renata y un suceso, después, que lo cambian todo. Sorpresa o, si se prefiere, anagnórisis. Y de las gordas.

La novela pasa a ser, como su título indica, la historia de Renata. Entonces, ni el pasado es como se suponía, ni el presente es lo que parecía. Y J. tendrá una incógnita y limitada posibilidad de tener un futuro distinto, de mayor calidad como persona. La desaforada novela y la desaforada Caroline Blackwood se han puesto serias.

He leído La hijastra, con traducción de Íñigo F. Lomana, muy poco después de haber leído La anciana señora Webster (1977), porque esta novela, también de Caroline Blackwood e igualmente editada por Alba, me gustó lo suficiente. Para las pinceladas biográficas sobre esa mujer inusitada que fue Caroline Blackwood me remito al post que escribí aquí mismo. Cuando escribió La hijastra, Blackwood estaba ya a punto de tarifar con su tercer marido, el tormentoso poeta norteamericano Robert Lowell. Algo tendrá que ver. Y no es descartable que la pobre Renata no hubiera podido ser carne de cañón para uno de los descarnados retratos de Lucian Freud, primer marido de la escritora, ahora antologado en la Tate de Liverpool.

J. cavila sobre Renata un poco antes del giro de los acontecimientos: “Siento tan poco respeto por ella que ni siquiera le he contado todavía la verdad de su desesperante situación. Dejo que los días pasen, no hago otra cosa que mirar por la ventana y no consigo armarme de valor para decirle que su padre se ha ido y la ha dejado conmigo, que lo último que quiere en esta vida es que vuelva con él y que, a pesar de que no soporto siquiera mirarla, yo soy la única persona que le queda en este mundo”.

La anciana señora Webster nos remite a un mundo aristocrático añejo, pretérito, y hasta puede dar la sensación de que Caroline Blackwood fue —lo fue— un último eslabón, rebelde y explosivo, de ese mundo. Pero La hijastra, un año anterior, es una novela que, casi cinco décadas después, suena y resuena como muy moderna y violentamente actual.     

@manuelghidalgo

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