Boban golpea a un policía en un partido entre el Dinamo de Zagreb y el Estrella Roja en 1990

Boban golpea a un policía en un partido entre el Dinamo de Zagreb y el Estrella Roja en 1990

Último pase por Alberto Ojeda

Yugoslavia, la guerra que empezó en un estadio de fútbol

El libro Dios, patria y muerte entrelaza una biografía del temido paramilitar serbio Arkan, líder de los ultras del Estrella Roja, con un retrato de la desintegración del fútbol del país balcánico

30 abril, 2021 18:11

Que un partido puede desencadenar una guerra ya lo aprendimos leyendo La guerra del fútbol de Kapuscinski. La libraron Honduras y El Salvador en 1969. El conflicto tenía causas más complejas que las acontecidas sobre el terreno de juego, claro, pero los enfrentamientos de sus selecciones nacionales en la fase de clasificación para el Mundial de 1970 en México fueron la chispa que encendió las hostilidades. Aquello podría verse como un precedente de otro encuentro con connotaciones bélicas muy claras: me refiero al célebre clásico yugoslavo que jugaron el Dinamo de Zagreb y el Estrella Roja el 13 de mayo de 1990 en el estadio del primero, el Maksimir. Acabó como el rosario de la aurora, evidenciando que Yugoslavia era un Estado agonizante y que la violencia terminaría por apuntillarlo.

La imagen icónica que dejó aquella refriega fue la de Boban, talentoso jugador del Dinamo, lanzando una patada voladora que derribó a uno de los policías que habían saltado al campo para disolverla. Boban estaba encorajinado porque consideraba que las fuerzas del orden se habían empleado mucho más duramente contra los hinchas de su equipo que frente a los miles de seguidores del Estrella Roja que se habían desplazado a Zagreb para animar a los suyos. Bueno, para animar… Realmente, hoy está fuera de duda que su objetivo era armar gresca. Y estaban muy bien instruidos para conseguirlo. Los Delije (‘héroes’ en serbocroata), el grupo ultra del club más laureado de la extinta Yugoslavia (llegó a ganar una Copa de Europa solo un año después de estos incidentes), eran por entonces una caterva de jóvenes radicales en vías de mutar en milicia. La transformación estaba comandada por Zeljko Raznatovic, alias Arkan, un curtido exponente del crimen organizado que vio en el fútbol la oportunidad de expandir sus nombradía y sus negocios.

El momento clave en esta historia es el desembarco de Arkan en el Estadio Marakana del Estrella Roja en 1989, una noche de perros en febrero. Los hooligans que lo esperan lo coronan como su rey y se ponen a sus órdenes. Sobre esa escena pivota Dios, patria y muerte (Altamarea), de Diego Mariottini, una especie de biografía noir de Arkan entrelazada con un documentado retrato del efecto que tuvo en el fútbol yugoslavo el deterioro de la convivencia en la extinta república. La estructura, salvando las distancias, remite a Anatomía de un instante, de Cercas: se toma un epicentro factual (el desafío a Tejero de Suárez, Carrillo y Gutiérrez Mellado-la coronación del psicópata) y se abre el campo para divisar (y así comprender) las circunstancias que le otorgan una carga significativa tan reveladora. Mariottini reconstruye las viejas conexiones de Arkan con los servicios secretos yugoslavos (UDBA), su historial delictivo plagado de atracos y extorsiones por toda Europa, sus ‘mañas’ para aupar, desde la presidencia, al modesto Obilic Football Club de Belgrado desde categorías subterráneas a la Liga de Campeones (cualquiera era el guapo que intentaba ganarles), el lamentable varamiento de la selección yugoslava en Suecia a pocos días del comienzo de la Eurocopa organizada por el país escandinavo en 1992 sin obtener finalmente el permiso de la UEFA para participar…

Vukovar, una ciudad reducida a cascotes tras el asedio del Ejército Popular de Yugoslavia.

Vukovar, una ciudad reducida a cascotes tras el asedio del Ejército Popular de Yugoslavia.

La importancia del encumbramiento de Arkan en Marakana estriba en que nos muestra cómo la sociedad civil se iba preparando poco a poco para el combate, que se empezaba ver como un desenlace inevitable e inminente. Milosevic había caldeado el ambiente con un discurso incendiario en Kosovo, advirtiendo al mundo que defendería sin remilgos democráticos a los serbios asentados fuera de Serbia. Era un aviso para navegantes, un puñetazo en la mesa, una bravuconada tabernaria. Tudman, que se hizo con el poder en Croacia con un respaldo mayoritario en las urnas, avivaba los instintos primarios del nacionalismo y los rescoldos ustachas.

Un signo claro de que su estrategia separatista funcionaba la presenciamos en otro estadio. En septiembre del 90, durante la que sería la última liga unificada, el Partizán de Belgrado se medía en casa con el Dinamo de Zagreb. Los aficionados de este último, con el marcador 2-0 a favor de los locales, invaden el campo armados de barras y palos y logran arriar la bandera yugoslava. Con dos personajes así al mando, y una crisis económica galopante ensañándose con la población, conceptos como tribu y religión terminaron por fagocitar otros más edificantes, como fraternidad y ciudadanía, abriendo heridas aún hoy no cicatrizadas, algo que manifiesta con cruda evidencia autobiográfica Goran Vojnovic en su excelente Yugoslavia, mi tierra (muy de agradecer a Libros del Asteroide, digamos al hilo, apuestas así).

Cuando la cosa se puso fea de veras, adivinen quién estaba en vanguardia para acometer, valga la paradoja, el trabajo sucio de la limpieza étnica. Pues sí, han deducido bien: Arkan y sus ‘héroes’, rebautizados para la contienda como ‘tigres’. En Vukovar presentaron su tarjeta de visita. Mejor dicho: su tarjeta de terror, que luego extenderían por Bosnia Herzegovina, cuando Milosevic y Tudman, pragmáticos y sibilinos, buscaban repartirse su territorio. Nos recuerda Mariottini, colaborador de La Gazzetta dello Sport, que el Tribunal Penal Internacional de La Haya les imputó la devastación de 28 provincias. Por entonces la connivencia de este criminal con Milosevic era ya un asunto indubitable. Sus intereses eran recíprocos al igual que, apunta de nuevo Mariottini, sus negocios, en concreto con Marko, el hijo del líder político de la Gran Serbia, siendo la comercialización del petróleo el más lucrativo de todos.  

“El sistema -describe el periodista italiano- no era muy original pero sí eficaz: tras el bombardeo de una ciudad, entran en escena los Tigres. Violaciones, agresiones de todo tipo, deportaciones a campos de concentración, ejecuciones sumarias. Los Tigres se ensañan incluso con cadáveres. Queman y derriban todas las iglesias de credo no ortodoxo, saquean los bienes de las familias. Los serbios no quieren limitarse a ganar la guerra: el objetivo es eliminar todo rastro de existencia pasada y presente del enemigo”. Como diría el coronel Kurtz, “el horror”.

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