Ciencia

La extraña guerra de los genes

Los transgénicos, en el centro de la controversia

28 febrero, 1999 01:00

Delegados de 125 países se reunieron esta semana en Cartagena de Indias para regular el comercio internacional de animales y vegetales manipulados genéticamente. La falta de acuerdo mostrada en la reunión reafirma el carácter controvertido de esos organismos, cuya implantación se enfrenta a una oposición implacable. Las espadas siguen en alto.

Una extraña guerra tiene lugar, y el campo de batalla está en todas partes; en Gran Bretaña, el príncipe de Gales declara su oposición a los alimentos de origen transgénico; y el Gobierno de Tony Blair se ve en apuros por haber intentado ocultar un informe sobre los riesgos asociados a esos comestibles. En Cartagena de Indias, la Unión Europea y los países en desarrollo se enfrentan al Grupo de Miami, formado por los grandes exportadores de cereales encabezados por Estados Unidos. En España, el Parlamento se divide entre la izquierda y el grupo mixto, a favor de prohibir la importación de transgénicos, y los populares y nacionalistas catalanes, en contra. Y, en el centro de la tormenta, patatas, mazorcas de maíz, granos de soja y tomates de nuevo cuño.
¿Qué tienen esos cereales y tubérculos de peculiar al punto de fomentar semejante discordia? Nada en su aspecto externo llama la atención. Sólo un sofisticado examen químico descubriría la diferencia: la presencia de uno o dos genes ajenos a su especie escondidos en su ADN, lo cual significa una ligera modificación de la información genética contenida en la planta.
Los ejemplos más conocidos de la "sastrería" transgénica son la soja que lleva incorporado un gen que la hace resistente al herbicida Roundup, con lo cual la planta aguanta mayores cantidades de herbicida y crece en un medio libre de malas hierbas; y el maíz con el gen responsable de la toxina Bt, que mata por envenamiento a su peor plaga, el gusano del taladro. En ambos casos la manipulación busca aumentar los rendimientos de cada cosecha.
Sobre estas cualidades no hay apenas discusión; la polémica pasa en cambio por las consecuencias imprevisibles que pudieran derivarse de la cirugía practicada en la estructura íntima del vegetal.
Según la importancia que uno asigne a esos efectos, se situará en uno u otro de los bandos en los que se divide la opinión pública internacional. Para los ecologistas y algunos científicos, su impacto puede ser peligroso para la salud humana y ambiental. Para la izquierda y algunos científicos, las dudas sobre la magnitud de los riesgos exige actuar con prudencia. Para los liberales y un elevado número de expertos, los riesgos asociados son nimios frente a los grandes beneficios que deparará la ingeniería genética.
Tales divisiones coinciden con las grandes líneas ideológicas de la política actual. Suena lógico que los ecologistas se opongan por principio a experimentos con la naturaleza, que la izquierda, también por principio, desconfíe de las tecnologías promovidas por las multinaciones estadounidenses, y que los liberales defiendan por principio la investigación científica y la libertad de empresa para la comercialización de sus hallazgos. Hasta aquí, todo en orden.
Sin embargo, hay un punto novedoso: la politización de la ciencia. En las revoluciones científicas anteriores, desde el siglo XVIII hasta la oleada de innovaciones de la última posguerra, existía un consenso ideológico centrado en la idea de que la ciencia estaba por encima de las facciones políticas. Cuanto más ciencia y técnica, mejor, se pensaba. El consenso se quebró en las últimas décadas; primero, por el chasco de la energía nuclear, que defraudó la expectativa de ser la "más limpia, barata e inagotable de las fuentes energéticas"; y luego, por la división de pareceres entre los científicos acerca de los "efectos secundarios" de las innovaciones.

Verdades dudosas
La coincidencia en lo que se consideraba una "Verdad científica incontrovertible" comenzó a hacer aguas; y a partir de los años ‘70, se hizo habitual encontrar encada uno de los grandes adelantos científico-técnicos, expertos a favor y en contra. ésta es una verdad que a menudo se soslaya; pero sin los fundamentos brindados por los científicos disidentes, la protesta ecologista subsiguiente hubiera contado con muy pocos asideros.
La historia se ha repetido con la biotecnología. La diferencia más vistosa con respecto a la energía nuclear radica en que, en su primera etapa, el poder del átomo fue promovido por los gobiernos, flanqueados por importantes científicos. Ahora, en cambio, los valedores de la ingeniería genética son las grandes empresas y los científicos a ellas vinculados.
Los frutos nacidos de esta tecnología fueron anunciados con bombo y platillo como la gran esperanza a las futuras crisis alimentarias de la Humanidad. Cosiendo un gen por aquí, zurciendo otro por allá, obtendríamos plantas prodigiosas, capaces de crecer en tierras áridas, de fructificar en suelos contaminados, de doblar y triplicar su producción, y defenderse por sí mismas de las plagas y parásitos. Lo mismo se ha dicho de los animales genéticamente modificados: cerdos productores de carne limpios de grasas, ovejas que darían leche con fármacos o pollos gigantes.

Logros parciales
Esas visiones halagöeñas se han materializado sólo en parte. En materia de animales, la ingeniería genética ha cosechado sonados fracasos: los supercerdos y los supersalmones se convirtieron en criaturas inviables, insuficientes no sólo para sostener explotaciones comerciales sino para vivir.
Donde sí se han visto cumplidas algunas perspectivas es en el área de los vegetales, en especial de los cereales y hortalizas. A gran parte de los agricultores, las innovaciones les han resultado tentadoras. Pero unos cuantos disconformes, principalmente europeos, resolvieron impedir que los vegetales de laboratorio llegasen a la vida cotidiana, y lanzaron medidas de protesta y bloqueo. Los promotores de los transgénicos se mantuvieron en sus trece y consiguieron autorización para poner en el mercado maíz, soja, tomate y algodón transgénico. Comenzaron así las grandes maniobras en la guerra de los genes.
Las primeras escaramuzas se han librado en el terreno de los riesgos potenciales de esos organismos. Según los detractores, las amenazas son de distinto orden. Para empezar, señalan, están los daños al medio ambiente; hay evidencias de que los genes introducidos pueden "saltar" de unas plantas a las otras y provocar cambios indeseados. Concretamente, un gen que inmuniza a un cereal contra los herbicidas puede pasar al de una mala hierba que, de tal suerte, quedaría convertida en una maleza difícilmente erradicable.
Segundo, los riesgos para la salud humana. En este punto, el más delicado por su trascendencia, la discusión es particularmente intensa. En las últimas semanas cobraron notoriedad los controvertidos estudios del investigador británico Arpad Pusztai indicando que patatas transgénicas en estadio experimental resultaron dañinas en ratones de laboratorio.

Bomba biológica
El gen insertado habría provocado cambios químicos en el resto de la patata, favoreciendo la formación de toxinas. Por su parte, Novartis y Monsanto, las dos principales compañías con productos transgénicos, afirman que realizan exámenes rutinarios con ratones sin encontrar nada anormal.
La cuestión, pues, sigue en pie: ¿Son los transgénicos una bomba de relojería biológica? A este respecto, los estudios científicos contradictorios siguen acumulándose.
La industria considera que ha realizado todas las pruebas y controles necesarios y se niega en redondo a nuevas verificaciones y retrasos que dificulten la recuperación de los miles de millones de dólares invertidos en su diseño.

Irreconciliables
Las dos posturas irreconciliables afloraron en la cumbre de Colombia: de un lado, Estados Unidos, Argentina, Canadá, Chile, Uruguay y Australia, opuestos a aceptar trabas "innecesarias" a sus exportaciones, tales como el etiquetado donde conste su origen transgénico; del otro, el grupo Cartagena, formado por ecologistas, ONGs y países en desarrollo, secundados parcialmente por la Unión Europea en la defensa de controles, restricciones y establecimiento de compensaciones en caso de que esos cultivos causen perjuicios.
La falta de acuerdo con la que concluyó el evento beneficia al Grupo de Miami, que continuará con sus exportaciones libremente, si exceptuamos las objeciones planteadas en la Unión Europea. Aquí las alegaciones han llevado a la denegación del permiso para cultivar dos variedades de algodón transgénico; a lo que se suman las medidas adoptadas en ámbito nacional por los estados (Francia e Italia han negado autorización al cultivo de maíz transgénico en su territorio). Nada garantiza que los obstáculos locales de esta clase no se multipliquen.
El coyuntural éxito de la industria biotecnológica en Cartagena no oculta su estrepitoso fracaso en desactivar la desconfianza pública. Sus fallos son tres, según explica Richard Tomkins del "Financial Times": primer lugar, ignoraron las diferentes actitudes hacia la comida en Europa respecto de Estados Unidos. Segundo; apostaron todo a que los acuerdos de libre comercio pactados con Europa bastarían para abrir las puertas a sus productos transgénicos, les gustase o no a los consumidores europeos. Y por último, exigieron al consumidor que corriera con los posibles riesgos de una nueva tecnología que no les ofrecía grandes ventajas a cambio.
Conforme a esta línea de razonamiento, el desembarco de los primeros transgénicos hubiera sido mejor recibido de presentar un perfil claramente saludable, del estilo de la leche fácilmente digerible creada a partir de animales transgénicos por científicos franceses. Dado que el 70 por ciento de la población mundial adulta tiene intolerancia a la lactosa, un azúcar de la leche, un producto así ahorraría las diarreas, náuseas y retortijones sufridos por muchos consumidores de este producto.

Fines de lucro
Quizás eso ocurra en el futuro; de momento, los principales innovaciones en esta materia se han restringido a cultivos encaminados a beneficiar a los agricultores de los países exportadores de cereales, con una disminución de las pérdidas por plagas y malas hierbas; y a las empresas ligadas a la venta de semillas y de herbicidas.
Al poner el énfasis en este reducido grupo de cultivos, la industria biotecnológica se ha expuesto a la fundamentada crítica de haber excluido de los dones de la ingeniería genética a los países más pobres, necesitados de variedades capaces de crecer en las áridas tierras del Sahel africano, o en los suelos salinos arruinados por la irrigación; en suma, de plantas adaptadas a sus necesidades y circunstancias.
Ante la situación creada tras el fracaso de la cumbre de Cartagena se perfilan varias salidas. Una, dejar que los transgénicos circulen sin más requisitos que los establecidos por las normativas nacionales actuales. Es la postura de quienes confían que, con el paso del tiempo se comprobarán las ventajas y se disiparán los temores, y esos productos se incorporarán a la dieta cotidiana.
En el extremo opuesto se encuentran quienes creen que esos productos están viciados de origen, no ofrecen ninguna garantía y deberían dejarse de lado, por tratarse de manipulaciones de la vida irresponsables y que traen pocos beneficios. La manipulación genética quedaría proscrita.
Entre ambas se desmarca la postura de quienes, sin rechazar la tecnología transgénica en sí, consideran conveniente abrir un compás de espera, esto es, una moratoria en la comercialización, hasta que concienzudas verificaciones despejen las dudas respecto de la inocuidad de los productos.
En cualquiera de los casos, en Europa la industria biotecnológica se enfrenta a un serio desafío: convencer a los consumidores de que sus productos no son la "comida de Frankestein" de la que hablan los detractores.
Avanzar en esa dirección supone acabar con el secretismo característico de las compañías. Nada mejor, entonces, que colaborar con la normativa comunitaria que obliga etiquetar los alimentos elaborados con productos transgénicos, especificando su origen.
En España se han cultivado en noviembre 20.000 hectá-
reas con el maíz Bt que produce la toxina contra el taladro. Sin embargo, en ninguno de los comestibles elaborados con dicho cereal se informa al consumidor de ello.
La industria no se cansa de asegurar que su consumo no plantea peligro alguno a la salud humana. Posiblemente tenga razón; tanto más incomprensible, por tanto, su tenaz negativa a garantizar al usuario español su derecho a saber qué es lo que está comiendo.
En un plano más técnico, una tentativa persuasiva requerirá consensuar con los críticos y los dubitativos un nuevo consenso sobre las pruebas de toxicidad, así como el lanzamiento de productos que realmente comporten un claro beneficio para el consumidor, y no solamente para el fabricante.
Pero eso no se conseguirá con acciones a nivel nacional; en esta era de la globalidad, la confianza pública desborda las fronteras nacionales. Será preciso negociar un Protocolo de Bioseguridad que conforme a las partes; y cuanto antes, si no se quiere que el Tercer Milenio comience con un cisma entre la ciencia y la sociedad a cuyo bienestar debe contribuir.
De no evitarse esa crisis de confianza, difícilmente se darán las condiciones mínimas para que la ingeniería genética desarrolle su potencial benéfico. No hay que olvidar que nos encontramos apenas en el umbral de sus posibilidades; los procedimientos de inserción de genes siguen siendo bastante toscos e imprecisos, dejando considerable margen para los errores o efectos adversos vaticinados por los críticos.
El perfeccionamiento de sus métodos permitirá dejar atrás esta fase primitiva de la biotecnología; la cuestión que la sociedad debe decidir es si el afinamiento de sus facultades se da en condiciones de laboratorio estrictamente vigiladas o en campos cultivados comercialmente. La sociedad europea, al menos por ahora, no se muestra predispuesta a afrontar la última opción.