Cine

El cinematógrafo y su quimera

Víctor Erice recuerda a Robert Bresson

16 enero, 2000 01:00

La reciente muerte de Robert Bresson (1907-1999), el cineasta francés que concebía el cine como "una búsqueda constante de la interiorización", ha vestido de luto al mundo del cine. Víctor Erice, cuya obra El sol del membrillo ha sido recientemente considerada por las filmotecas de todo el mundo como la mejor película de los noventa, analiza para EL CULTURAL la influencia que la mirada del director galo ha tenido en su obra, al tiempo que recuerda la teoría de la imagen que elaboró, y que quedó reflejada en el desconocido libro de aforismos Notas sobre el cinematógrafo, del que reproducimos un fragmento.

No estoy del todo seguro del lugar y la fecha, pero creo que vi por vez primera una película de Robert Bresson hacia 1958, en compañía de dos de mis más viejos amigos, en una presentación pública de carácter no comercial, quizás en Madrid, o bien en el marco de un Festival Internacional de Cine, seguramente en Valladolid. Lo que sí recuerdo es su título, inolvidable: Un condamné à mort s'est échappé (Un condenado a muerte se ha escapado). Y ello por un motivo fundamental: porque su visión constituyó para mí esa clase de experiencia a partir de la cual nuestra percepción del cine cambia.

A finales de los años cincuenta, ninguna película de Bresson se había estrenado en España, un hecho nada de extraño, sobre todo si tenemos en cuenta el ambiente cultural del país en esa época, caracterizado por el aislamiento y la falta de libertades. Sin ir más lejos, la censura había prohibido en 1951 su adaptación de la novela de Bernanos, Journal d'un curé de campagne (Diario de un cura rural).

Sin embargo, pese a todo, de su cine nos había hablado ya, con gran entusiasmo y sabiduría, Félix Landáburu, un jesuita cinéfilo que, de vez en cuando, dirigía las sesiones del cine-club que solíamos frecuentar. Además de cartearse con Bresson, Landáburu estaba empeñado en ayudarle a sacar adelante uno de sus proyectos, una película basada en la vida del santo Ignacio de Loyola, que nunca llegó a realizarse.

La contemplación de Un condenado a muerte se ha escapado vino así a dar cumplimiento a un viejo deseo nuestro, desbordando al mismo tiempo todas las ideas -bastante convencionales- que nos habíamos hecho acerca de su misterioso autor. En la medida que abría una grieta en el sistema de representación clásico, poniendo en evidencia sus límites, estaba muy claro que Un condenado... era una película muy distinta a todas las que hasta entonces habíamos visto en una pantalla.

De sus imágenes y sonidos se desprendía una idea que cuestionaba el estatuto vigente de la imagen cinematográfica, despojándonos de unas creencias admitidas por inercia o comodidad. Pero lo más importante de todo era que nos iniciaba en una fe nueva; de ahí que asistir a la proyección de un filme de su autor se convirtiera, a partir de ese descubrimiento, en un acto especial, cercano al rito.

Pronto supimos que, a la hora de definir su aventura, Bresson recurría a un nombre ligado al tiempo de los orígenes, como si quisiera así subrayar su cualidad más esencial y diferenciadora: cinematógrafo, es decir, "escritura con imágenes en movimiento y sonidos", como él mismo escribiría más tarde, en 1975, en una de las páginas de su deslumbrante breviario. Cinematógrafo fue, a partir de ese momento, para nosotros, la palabra clave, el emblema de una revelación surgida, contra todo pronóstico, de un cierto desengaño adolescente. El caso es que, espontáneamente, mis amigos y yo entramos a formar parte de una especie de sociedad secreta, sin reglas ni estatutos, plena de fervor juvenil, consagrada a la figura del autor de Un condenado a muerte se ha escapado. Todos y cada uno de sus miembros nos confesábamos bressonianos, como si esa denominación bastara para definir nuestro lugar en el mundo. Teníamos entonces 17, 18 años...

La Sociedad secreta bressoniana fue creciendo en las dos décadas siguientes -los 60 y 70-, haciéndose cada vez más amplia y diversa, saliendo a la luz pública a medida que la obra del Maestro se extendía por todas partes al amparo -y este hecho fue decisivo- de una difusión comercial más estable. El paso del tiempo no hizo sino confirmar lo que ya intuímos tempranamente: el magisterio auténtico de su visión, la influencia decisiva de sus ideas en el nacimiento de lo que se dio en llamar Cine Moderno.

En ese intervalo, algunos de aquellos jóvenes bressonianos de la primera hora se convirtieron en cineastas. Para ello, inevitablemente, tuvieron que elegir su propio camino, que en la mayoría de los casos acabó conduciéndoles a ese territorio común donde sólo el Cine (y su desfiguración presente: el Audiovisual) reina absolutamente. Historia tan vieja como el mundo, en la cual la irremediable soledad del Maestro se proyecta, como un eco, sobre la conciencia de los que un día fueron sus discípulos, para seguir recordándoles un sueño olvidado: "Soñé que mi película se hacía paso a paso bajo la mirada, como un lienzo de pintor eternamente fresco".

Se comprende que nadie como Bresson haya sabido hablar a los jóvenes cineastas de ayer; y que, de igual manera, nadie como él pueda hablar a los jóvenes cineastas de hoy. Sus palabras, desnudas, esenciales, siempre serán como las imágenes y sonidos que dan forma a sus obras, un poema que dibuja en el aire los rasgos de una quimera: Cinematógrafo.


II. EPíLOGO

No hay en la historia del cine una aventura creadora tan singular y solitaria como la suya, un rasgo que estaba ya implícito en el carácter de su visión. De ella se llegó a decir no que inventaba el cine, sino que lo realizaba, revelando lo más íntimo y secreto de su esencia. Los profesionales que no le ignoraron del todo, siempre le consideraron un caso aparte, obstinado y raro: una forma, quizás, de marginarlo. Pero no creo que él buscara ninguna clase de marginación. Lo único que hizo es seguir su camino película a película, con una sinceridad, una exigencia y una entrega totales.

Ha sido uno de los más grandes retratistas del siglo. Pintor en su juventud, resulta imposible desligar su experiencia como cineasta de la que fue su vocación primera: "La pintura -confesó- me ha enseñado que no era preciso hacer bellas imágenes, sino imágenes necesarias". Si las relaciones entre el cine y la pintura se habían desarrollado tradicionalmente, para bien o para mal, en la superficie de la imagen, en el orden de las apariencias plásticas, las películas de Bresson, a partir de Un condenado a muerte se ha escapado, sobre todo, establecieron otro género de relación, de carácer subterráneo, mucho más independiente.

Actuando como una especie de decapante capaz de limpiar los barnices de lo ornamental y lo superfluo, ayudaron al cine a prescindir de los artificios literarios y teatrales heredados desde su nacimiento, liberándolo de todas las figuras ordinarias de la seducción.

Estableció, paso a paso, una teoría, quizás como ningún cineasta lo ha hecho jamás. La expuso de modo admirable, sin una sola concesión a la galería, en el único libro que escribió, Notas sobre el Cinematógrafo. En sus páginas, en forma de aforismos la mayoría de las veces, transmite al lector su idea de lo que él llamo Cinematógrafo. En el origen de su invención, un rechazo esencial: el de todas las convenciones acumuladas, a lo largo del tiempo, por el cine-espectáculo.

El Cinematógrafo fue para él, además de una escritura, una forma de accesis. Le interesó, sobre todo, la parte más recóndita de los seres humanos, su verdad interior, el misterio de su encarnación: "Es necesario preservar el misterio ya que vivimos en él; es igualmente necesario que ese misterio aparezca en la pantalla".

Pensaba que la mayor parte de las películas eran teatro filmado, y que éste aniquilaba al cine. En el centro de esta consideración situó el problema del actor, su falsedad ontológica en cuanto presencia cinematográfica, o lo que es igual, el tema de la diferencia sustantiva entre representar y ser. En su opinión, el intérprete profesional, en la medida que se esfuerza en dar vida a una personalidad que no es la suya, tratando de asimilar su yo a otro yo distinto, acaba confundiendo lo verdadero y lo falso. El cine requiere del actor una contribución específica, ya que se afirma como arte de las apariencias, que debe partir necesariamente de lo que existe, hasta el punto de que -son sus palabras- "no hay ninguna relación imaginable entre un actor que interpreta y un árbol: no forman parte del mismo sistema".

Si el teatro es un fenómeno de exteriorización, el cine suponía para Bresson justamente lo contrario, una búsqueda constante de la interiorización. No resulta, por tanto, nada extraño que se esforzara en eliminar lo que hay de actor en cualquier ser humano, y que acabara prescindiendo de los actores profesionales. A sus intérpretes, cuidadosamente seleccionados en función de su presencia física, pero también de su parecido moral con los personajes de ficción, los llamó -utilizando el vocabulario de la pintura- Modelos.

Al igual que otros cineastas fundadores de la Modernidad, concibió el rodaje de una película como un dispositivo de captura de una verdad desconocida, es decir, como búsqueda de una revelación: "Voy hacia lo desconocido a través de los seres humanos que sitúo delante de la cámara. Para mí, la toma de vistas significa captura. Bajo un efecto de luz, se trata de atrapar al actor, de sorprenderlo. No hablo del actor-actor, sino del actor-criatura viva. Intento captar en él, en determinado rasgo de su fisonomía, lo que puede producir de más raro y secreto, el destello que guarda la clave de su naturaleza más profunda... Una mirada auténtica es una cosa que no se puede inventar; cuando se atrapa en una imagen, resulta admirable... Lo que importa no es lo que el actor revela, sino lo que esconde".

Cuantas veces le vi, eran siempre personas jóvenes quienes le acompañaban. Y se comprende, entre otras cosas porque quizás nadie como él ha hablado de ese tiempo donde los jóvenes, obligados a buscar su lugar en el mundo, se educan a sí mismos cultivando la idea del rechazo. Por eso mismo, fue siempre uno de los cineastas que ha despertado el mayor número de vocaciones.

No hizo escuela, era imposible. Pero si sus películas no tuvieran ninguna relación con el resto del cine, no podríamos comprenderlas. En cualquier caso, su influencia en el trabajo de algunos de los más grandes directores europeos es innegable. Por lo que al cine francés se refiere, ocupó, junto con Jean Renoir, un lugar central en el modelo estético elaborado por los más genuinos representantes de la Nouvelle Vague.

Su visión partía de un pesimismo ("Me parece -declaró en 1966- que las artes se encuentran en decadencia, e incluso cercanas a su extinción") que nunca le abandonó. Se ha afirmado que fue un existencialista cristiano, atormentado por el silencio de Dios ("No por pronunciar su nombre -manifestó- Dios se hace presente"), oscilando entre la esperanza y la desesperación. Más sencillamente cabe decir que habló, sobre todo, del sentido trágico de la condición humana.

Desde esta perspectiva hay que contemplar el destino de sus héroes de ficción, entregados a la tarea de responder sencillamente a su vocación de hombres, conscientes de que si no lo hacen corren el riesgo de apartarse de la existencia verdadera. En este sentido, quizás ninguna aventura resulta más representativa que la de Lancelot, en su película más crepuscular, Lancelot du lac, presidida por el signo de una derrota que anuncia el final de todo un mundo. Imposible no ver en ella, en el arco dramático que traza su transcurrir, una alegoría del presente.

"Creo -declaró en 1970- solamente en el amor. El amor ayuda a comprender". Uno de sus proyectos más queridos, y que no logró realizar, fue una película inspirada en el libro del Génesis. Muchas de las personas que tuvieron ocasión de conocer en detalle sus principales rasgos, han afirmado que probablemente habría sido su obra más visionaria y radical. Pero como Florence Delay -la Juana de Arco bressoniana- escribió recientemente en el diario "Le Monde", a raíz de la noticia de su muerte, "ya no veremos la mano de Eva posarse sobre la mano de Adán".