Jarmusch, los colmillos del existencialismo
Tilda Swinton en Solo los amantes sobreviven
El genial Jim Jarmush presentó el año pasado en Cannes Solo los amantes sobreviven, que llega hoy a nuestras salas. Una vez más, el cineasta retuerce los géneros -esta vez, las películas de vampiros- para introducir su especial visión del mundo, tomado por el humor y la melancolía. El aclamado director indie entrega quizá su mejor película desde Dead Man.
A las películas de Jarmusch les pasa un poco, quizá, como a su rostro, que aunque peine canas sigue teniendo el brillo de un adolescente. Esa mezcla de vigor juvenil y longeva sabiduría es la que le ha permitido llegar hasta su penúltima obra maestra: Solo los amantes sobreviven. Es una película, fíjense, sobre vampiros (y por tanto sobre lo eterno). Y también es una película sobre roqueros (y por tanto sobre la melancolía). Roqueros y vampiros que se suman a la fauna de outcasts, antihéroes y renegados sociales que pueblan, y habitan, su obra. Claro, por fin nos ha revelado el secreto de su juventud. Jarmusch es un vampiro. Lo de roquero ya lo sabíamos.
Para que nos hagamos una idea, la sangre que alimenta su crónica vampírica, con la que regresa cuatro años después de haber rodado en España Los límites del control -donde, efectivamente, puso a prueba el control de sus límites como cineasta-, es la clase de sangre que alimentaba su western sobrenatural Dead Man (1995). Terrenal y cósmica. Algo así como el contenido preciso del vacío existencial. Lo explica el propio Jarmusch, el director norteamericano (dice su amigo y legendario crítico Jonathan Rosenbaum) que mayor conciencia intelectual ha desarrollado sobre su propia obra: "Son mis dos únicas películas que tratan temas como los ciclos de la vida, el paso del tiempo y el recorrido histórico sobre las cosas".
El humor mundano
Tom Hidlleston interpreta a un vampiro existencialista.
Y esto que suena tan serio, en verdad, encuentra su formulación a través de lo cómico. O mejor, mediante el humor mundano de Jarmusch, tatuado en la piel de su cine como si el sentido de sus películas solo fuera posible en la forma que adoptan. Lo mundano, como el vacío, se carga de significado. "Pensé que estaba escribiendo una película oscura, misteriosa y siniestra. Pero cada vez era más divertida. No puedo evitarlo: cuando aparece lo cómico, lo capturo. Es como mi segunda naturaleza. Así que hago esfuerzos para mantenerme serio, aunque sea para que no termine siendo algo totalmente ridículo". De esa tensión entre lo sobrio y lo ridículo es de donde nace la poesía de Solo los amantes sobreviven, el irrepetible lirismo del mejor Jarmusch. ¿He dicho crónica vampírica? Más bien, comedia vampírica.Y entonces, la palabra a la que había que llegar: metafísica. Adam, nombrado como el primero de los hombres, quiere suicidarse. Es un vampiro existencialista. En la piel de Tom Hiddleston, cultiva su cultismo esnob (mil años de existencia dan para acumular toneladas de conocimiento) en el sótano de una mansión de Detroit, ciudad industrial que Jarmusch filma con nocturnidad y fantasmagoría. La compañera vampira, Eve, por supuesto, habita en el frágil, espigado cuerpo de Tilda Swinton. Ella sin duda ha leído al griego Horacio: su signo filosófico es el carpe diem y el beatus ille. Son caracteres opuestos: el sol y la luna, lo mundano y lo divino. Opuestos y profundamente enamorados. Hasta la eternidad. (Supuestamente).
La instauración de una nueva concepción del tiempo y el absurdo, es decir, todo aquello que hace del cine de Jarmusch una entelequia tan sólida como posmoderna, discurre en Solo los amantes sobreviven con el letargo vital que concede, suponemos, la eternidad. El reencuentro romántico de Adam y Eve, que cuentan en siglos su tiempo como amantes, se ve alterado con la visita inesperada de Ava (Mia Wasikowska), hermana pequeña de Adam, tan hambrienta y entregada a su naturaleza vampírica que no se la puede dejar sola con ningún humano. Aislados de la sociedad en melancólico retiro del mundo (solo un dealer de reliquias musicales tiene contacto con Adam), los amantes desprecian la idiocracia del hombre, la estupidez con la que éste conduce su destino. En esta película, nosotros somos los zombis.
Hay algo en todo caso que aún vincula a estos seres de ultratumba, noctámbulos, románticos y sabios, que practican métodos depredadores quizá más civilizados que los de nuestra especie, con los hombres. Admiran su arte y a sus artistas. En la sobreabundancia referencial del último universo de Jarmusch, el músico Jack White también es un vampiro y la erudición cultural se cuela por todas las esquinas de la pantalla: "No es que no haya incluido referencias culturales antes en mis filmes, pero en esta película hay mucho por absorber. Quizá me pasé un poco. Solo tengo la esperanza de que algún chico de Kansas se interese por William Blake o alguien, y habré hecho mi trabajo".
Incluso Christopher Marlowe (John Hurt), que según tesis expuesta en el filme realmente escribió todas las obras de Shakespeare, también es un vampiro y sigue vivo en algún lugar de Tánger, tierra mítica en los anales literarios que se convertirá en destino de la fuga existencial de los amantes. Es inevitable pensar que Jarmusch comparte algunas de sus ideas sobre la historia de la humanidad a través de Adam: "Es una obsesión que tengo. Después de años y años de investigación, soy anti-Shakespeare total, no creo que él escribiera nada. Es una fascinante conspiración elaborada por el tiempo. Estoy convencido de que él no escribió nada. No hay un solo manuscrito suyo que tenga algo de literatura". Así se despachaba Jarmusch en la revista Vulture.
Como sus criaturas fílmicas, lo sabemos, Jarmusch también habita un lugar esquinado del arte, allí donde las reglas clásicas y los cánones preestablecidos existen para ser descompuestos. Amante del cine clásico y sus fetichismos, su talento pasa una vez más por reinventar cualquier género que le venga en gana, retorcerlo hasta dejarlo en modo latente. Puede que Abel Ferrara (The Addiction) o Timur Bekmambetov (Night Watch), puede que Park Chan-wook (Thirst) o Tomas Alfredson (Déjame entrar) hayan llevado la mitología vampírica a lugares novedosos, pero ninguno como Jarmusch ha capturado el desencanto y absurdo de una vida sin contrato final. Puro hastío de vivir. Y sobre todo en un mundo regido por la mediocridad, en el que quizá solo el amor y el arte pueden sobrevivir para redimirnos.