Image: Lauren Bacall, la mirada indestructible

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Cine

Lauren Bacall, la mirada indestructible

13 agosto, 2014 02:00

Lauren Bacall

Cuando Betty Joan Weinstein Perske (Nueva York, 1924-2014) debutó con apenas diecinueve años en la gran pantalla, el cine era aún, exclusivamente, ese inmenso lienzo de luz que aún tenía el poder de fabricar deidades. Lauren Bacall fue una de esas diosas, icono inmortal de la feminidad que conduce a la perdición. Su figura delgada, su áspera voz de lija, labios sensuales y ojos semientornados, fulgurantes como antorchas, adquirieron el estatuto de símbolos de la sensualidad felina. La apodaron "The Look"por su mirada penetrante, misteriosa. Era un tiempo, el de los gloriosos años cuarenta de Hollywood, en el que las actrices y los actores eran filmados como presencias intocables, casi sobrenaturales. Era un tiempo proclive al estrellato y la leyenda, en el que los intérpretes parecían destinados a vivir sus propios personajes fuera de la pantalla.

Su pasaporte directo al estrellato, después de una breve carrera como modelo y actriz teatral, se produjo cuando los guiones los escribía gente como William Faulkner a partir de novelas de Ernest Hemingway, cuando cineastas como Hawks y Ford estaban prácticamente inventando los mandamientos de la puesta en escena, cuando fotógrafos como Sidney Hickox y Lucien Ballard esculpían la luz en los rostros y cuerpos de los intérpretes, cuando la mística de los actores podía mantener la llama de un relato tan enrevesado y laberíntico que, aún hoy, imposibilitan la posibilidad de la sinopsis. Quizá sus tramas de serie negra nunca pudieron resumirse, pero el público, en todo caso, memorizaba las líneas de diálogo que salían de sus bocas. Diálogos que eran muchas veces perfectas metáforas sexuales, como la archimencionada instrucción del silbido ("Solo juntas los labios y soplas") en Tener y no tener (1944, Howard Hawks) o la sugerente conversación sobre carreras de caballos de El sueño eterno (1946, Howard Hawks). Ambas las protagonizó Bacall con el más duro de Hollywood, cómplice y marido, Humphrey Bogart, con quien también protagonizaría La senda tenebrosa (1947, Delmer Daves) y Cayo Largo (1948, John Huston).


Humphrey Bogart y Lauren Bacall en El sueño eterno (1947, Howard Hawks).

Con Bogart formó la pareja noir por excelencia, dentro y fuera de la pantalla, poniendo en riesgo sus carreras cuando se posicionaron claramente contra la Caza de Brujas de McCarthy. La actriz compartiría poco más de una década de su vida con el legendario actor, varios años mayor que ella y recién divorciado cuando se casaron (ella apenas tenía veinte años de edad), hasta que el cáncer se lo llevó prematuramente cortando bruscamente uno de los romances hollywoodenses más hermosos que se recuerdan. Lauren Bacall, cuya personalidad de hierro traslucía indefectiblemente en los personajes que interpretaba (mujeres no solo veladas por el misterio y encendidas por la sensualidad, sino mujeres excepcionalmente inteligentes y fuertes), protagonizaría después, en los años cincuenta, uno de los más sonados desencuentros de Hollywood al anunciar antes de tiempo su compromiso nupcial con Frank Sinatra -quien estuvo dos décadas sin hablarla-, y en los años sesenta estuvo unida a Jason Robards, pero la adicción al alcohol del actor puso tierra de por medio entre ambos.

Si, como dijo el escritor cinematográfico Jean Douchet, el cuerpo de Brigitte Bardot trajo al cine (y a la vida) la conciencia del cuerpo moderno, Lauren Bacall fue de esas actrices que trajeron al cine (y a la vida) la conciencia de la mitomanía erótica. Antes que Marilyn, con quien protagonizaría uno de los primeros filmes en Cinemascope, la exquisita comedia Cómo casarse con un millonario (1953, Jean Negulesco). Junto a otras deidades de su generación como Rita Hayworth y Ava Gardner, protagonizó las fantasías eróticas de una América sexualmente inmadura, de ahí su tremendo impacto cultural a mediados del siglo XX. Si Rita fue la belleza carnal y Ava la belleza salvaje, Lauren Bacall representó como ninguna otra actriz la belleza enigmática, huidiza, inalcanzable.

Son las reglas del estrellato. Bacall trabajó toda su vida, en cine, teatro y televisión, en Hollwyood, en Europa, en Broadway, en más de un centenar de papeles (unos setenta pare el cine y la televisión), ciertamente la mayoría de ellos en papeles secundarios, para los directores y cineastas con más talento del planeta. Y aún así, la iconografía de su imagen siempre quedará asociada a esos primeros papeles junto a Bogart, cuando plantaron los cimientos del film noir. No parece menos injusto que, como tantos talentos de la Meca del Cine, nunca le concedieran el Oscar, que tuviera que esperar a la estatuilla honorífica con la que la Academia tantas veces se ha redimido de sus errores. Solo estuvo nominada una vez, por la olvidable película El amor tiene dos caras (1996, Barbara Streisand). Mejor recordarla por su participación en La tela de araña (1955, Vincente Minnelli), en Escrito en el viento (1956, Douglas Sirk), en Harper, investigador privado (1966, Jack Smight), en El asesinato del Orient Express (1974, Sidney Lumet), junto a Gregory Peck en El retrato (1993, Arthur Penn), en Misery (1990, Rob Reiner), en Pret-a-porter (1994, Robert Altman)...


Lauren Bacall (derecha) en una imagen de Dogville (2003, Lars Von Trier) junto a Nicole Kidman (izquierda).

En sus últimos años, compartió plano en dos ocasiones con Nicole Kidman, como si entregara un testigo, una de ellas bajo la dirección de Lars Von Trier -Dogville (2003)- y otra en la extraordinaria Reencarnación (2004, Jonathan Glazar). En el set de rodaje de Dogville, Von Trier colocó una cabina-confesionario y obligó a todos los actores a pasar por ella para desahogarse de los padecimientos que sufrían en el rodaje. Recogió esas confesiones en forma de terapia en el filme Dogville Confessiones, incluido en el DVD de la película. Es una pieza extraordinaria. Kidman se muestra exhausta y diplomática, Paul Bettany amargado y rendido, pero Lauren Bacall entrega una deliciosa, iluminada confesión, que da la medida de su inteligencia y resistencia.

A sus ochenta años de edad, después de haber conocido todo tipo de rodajes y métodos de dirección, tras haber visto con sus ojos cómo se desmoronaba el sistema de estudios que la situó en el olimpo y el cine de los actores daba paso a la política de los autores (las estrellas ya no eran solo los intérpretes, también los directores), podemos imaginar que ponerse en manos Von Trier, autor de relumbrón conocido por sus excentricidades y sadismo con los intérpretes, no era precisamente un plato de buen gusto. En la rueda de prensa en Cannes de Dogville, donde ambos mantuvieron unos momentos de tensión, dejó claro que el danés no había podido con ella. Las leyendas son indestructibles.